Robert Mitchum

(Robert Charles Durman Mitchum; Bridgeport, 1917 - Santa Barbara, 1997) Actor de cine estadounidense. Miembro de una familia de irlandeses, vivió pronto los avatares de una infancia y una juventud cuando menos difícil (expulsión de diferentes colegios, arrestos por vagancia). En su juventud desempeñó varios oficios (minero, boxeador, obrero) antes de que el agente de su hermana, que era cantante, le convenciese de dejarlo todo para ser actor. A los veinticinco años Robert Mitchum ingresó en el Long Beach Theater Guild para aprender arte dramático, pero rápidamente fue contratado en Hollywood como figurante.


Robert Mitchum

También fueron difíciles los comienzos en Hollywood. Su físico descomunal le condenó a interpretar papelitos de una sola frase, hasta que le llegó la oportunidad de ampliar sus registros en la modesta serie de westerns sobre el cowboy Hopalong Cassidy, que protagonizaba el caballista William Boyd. En 1944, sus interpretaciones en When Strangers Marry, de William Castle o Treinta segundos sobre Tokio, de Mervyn LeRoy, revistieron ya cierta importancia, y un año después, en 1945, fue nominado (por primera y última vez en su carrera) al Oscar como mejor actor secundario por También somos seres humanos, de William A. Wellman.

El éxito de este filme, su presencia física y las circunstancias de la Segunda Guerra Mundial lo convirtieron en la imagen ideal del soldado yanqui, que explotó en diversas producciones bélicas. Cabe destacar, entre ellas, Hasta el fin del tiempo (1946), de Edward Dmytryk; Corea, hora cero (1952), de Tay Garnett, en que se enamoraba de una enfermera que encarnó Ann Blyth; Duelo en el Atlántico (1957), de Dick Powell, que lo enfrentó en una memorable batalla psicológica a Curt Jürgens, el oficial alemán que comandaba el submarino que Mitchum debía destruir; y Sólo Dios lo sabe (1957), de John Huston, donde hacía pareja con la encantadora Deborah Kerr.

Con Deborah Kerr coincidiría en otras dos películas: Página en blanco (1960), de Stanley Donen, con Cary Grant y Jean Simmons de lujosos partenaires, y la subestimada y sin embargo magnífica Tres vidas errantes (1960), de Fred Zinnemann, un filme que transcurría en las soleadas praderas de Australia con un Robert Mitchum guiando ganado de una punta a la otra del país, perdiendo y ganando fortunas a los dados y, como bien dice el título español, llevando y haciendo llevar una vida errante a su esposa (Deborah Kerr) y a su retoño.

Durante su contrato con la RKO, Robert Mitchum frecuentó el cine negro; su aparente inexpresividad era idónea para encarnar a los antihéroes de este género, a menudo duros y lacónicos. Como los demás Roberts del reparto (Robert Mitchum, Robert Young y Robert Ryan), Mitchum estuvo soberbio en el intenso thriller Encrucijada de odios (1947), uno de los primeros que introdujo el tema del antisemitismo en el cine. La dirección, impecable, corrió a cargo de Edward Dmytryk, uno de los famosos «Diez de Hollywood» incluidos en las listas negras durante la caza de brujas desatada por el senador McCarthy.

Ese mismo año protagonizó Retorno al pasado (1947), de Jacques Tourneur, una obra maestra absoluta dentro del género negro y una de las más inquietantes apariciones de Mitchum en la pantalla, especialmente en la escena en la que, tras haber pasado la noche en una tienda de campaña, entra en el plano directamente en gabardina, símbolo ineludible y esencial de la iconografía negra. Junto a una olvidada y poco estimada Jane Greer, bellísima y peligrosa amante de un gángster, Mitchum se mete de cabeza en una red de chantajes y asesinatos, cometidos quizá por el gángster (Kirk Douglas), pero inducidos por esta amante letal, que intentará huir a México y que no lo conseguirá por el exceso de celo de un Mitchum engañado, pero también completamente enamorado.

Todavía en aquel mágico año de 1947, Raoul Walsh lo llamó para protagonizar Perseguido, un extraño western lleno de misterio y suspense (con elementos afines a la tragedia y al psicoanálisis), muy bien interpretado por Teresa Wright, Judith Anderson y por un Mitchum determinado a encontrar a los asesinos de sus padres.

En 1952 Robert Mitchum volvió a aparecer en dos cintas que merecen toda la atención: The Lusty Men (1952), de Nicholas Ray, y Una aventura en Macao (1952), de Joseph von Sternberg. En la primera, un inteligente drama sobre el mundo de los rodeos, Robert Mitchum encarna a un campeón retirado que deviene el mentor de Arthur Kennedy, un joven ambicioso, retrato del personaje interpretado por Mitchum veinte años antes. En la segunda, una aventura que la RKO situó en la exótica Macao, antigua colonia portuguesa, compartió cartel con el gran descubrimiento de Howard Hughes, la actriz Jane Russell. No era ésta la primera vez que se las veía con esta actriz, auténtica fuerza de la naturaleza; un año antes, John Farrow los había ya presentado en Las fronteras del crimen (1951), un filme cuya publicidad rezaba: «La más caliente combinación que nunca haya golpeado la pantalla».

Ya en 1953, Robert Mitchum coprotagonizó con Jean Simmons Cara de ángel, de Otto Preminger, un filme que, desde la secuencia inicial, enreda al espectador en un territorio incierto y peligroso, invisible pero muy cercano, sensación que se mantiene hasta el final de la película. Mientras que Mitchum, inseparable de su personaje monolítico, nos mantiene en vilo por su carácter taciturno y por su impotencia resignada, Jean Simmons desconcierta al espectador ofreciendo una imagen doble, maléfica y delicada, intratable y frágil; una mujer calculadora, sin duda, pero con un amor inexplicable hacia un Mitchum que, caído en sus garras, no concibe que la pasión que nace entre ambos llegue a ser tan devoradora, obsesionante y letal.

Otto Preminger volvió a llamarle al año siguiente para intervenir, con el torso desnudo durante gran parte del metraje, en Río sin retorno (1954), junto a una preciosa Marilyn Monroe. Al lado de Mitchum, Marilyn no fue, por primera vez, el objeto sexual que el mito hollywoodiense había forjado, sino una mujer que piensa, trabaja (de cantante en el Saloon), sufre y reacciona lúcidamente en circunstancias realmente complicadas y tensas. En el primer filme en cinemascope donde la puesta en escena utiliza la pantalla larga para restituir el realismo de los grandes espacios y para dibujar un conflicto psicológico, Mitchum encarna a un hombre que escapa de su habitual imagen de rudo y descubre poco a poco los sentimientos de su hijo, del cual nunca se ha ocupado, y la humanidad de esa cantante de Saloon despojada de todo, salvo de su guitarra y de sus zapatos rojos.

En la excelente y subestimada producción de William A. Wellman, The Track of the Cat (1954), interpretó al antipático hijo mayor de una extraña familia que se ve obligado a salir en plena tormenta de nieve y viento en busca del gato del título (una pantera negra) que diezma continuamente los animales de su granja. El espectador llega a palpar el ambiente viciado que se respira en esa casa, con pocas mujeres para tanto hombre, y la cerrada psicología de cada uno de los integrantes de la familia, con una magistral interpretación de Mitchum.


La noche del cazador (1955)

Pero su más fina y matizada interpretación la ofreció un año más tarde para Charles Laughton, quien por primera y última vez (fue un fracaso en la taquilla) se pondría detrás de la cámara en esa obra maestra sin discusión que es La noche del cazador (1955). Robert Mitchum, fuerte y determinativo, es ese predicador que cita la Biblia y juega pérfidamente con los términos morales y espirituales; un depredador nocturno cuyos nudillos portan las letras "amor" y "odio" y que se cierne sobre las criaturas aparentemente más débiles: dos niños que guardan un secreto que sólo conoce Mitchum.

Charles Laughton visionó varios filmes de D. W. Griffith con el fin de impregnarse de la atmósfera y del estilo del cine mudo antes de rodar su obra. La noche del cazador es una cinta única en todo los sentidos, una especie de descenso trágico al mismo corazón de una América provinciana, convertida en el lugar de todos los terrores posibles. Frente a Mitchum, encarnación pura de las fuerzas del mal, Lillian Gish (la heroína de algunas películas del maestro Griffith) simboliza la pureza y la ternura. La creación de Mitchum y la película en sí son absolutamente sublimes.

Otro título en el año 1955 vino a demostrar que los productores podían confiar en él como actor dramático: No serás un extraño, de Stanley Kramer. Y en 1960 volvió a estar soberbio en un poderoso melodrama de Vincente Minnelli, Con él llegó el escándalo, donde daba vida a un terrateniente dictatorial y mujeriego (incomprensiblemente, pues su esposa era la encantadora Eleanor Parker) capaz de tiranizar a todos los miembros de su familia. Fue lo mejor de las producciones en las que participó durante los años sesenta y setenta.

Pero Mitchum también estuvo a la altura requerida entre el impresionante y abigarrado reparto de El día más largo (1962), filme sobre el desembarco de Normandía, la más recordada y decisiva acción de la Segunda Guerra Mundial; fue un convincente abogado que se vuelve loco por Shirley MacLaine en Cualquier día en cualquier esquina (1962), de Robert Wise; cumplió en un drama psicológico, junto a Elizabeth Taylor y Mia Farrow, titulado Ceremonia secreta (1968), de Joseph Losey; estuvo mejor que nunca a las órdenes de David Lean, en esa maravilla llamada La hija de Ryan (1970), y no desentonó en un filme, curioso nada más, de Sydney Pollack, Yakuza (1975).

Aparte de La Hija de Ryan, otras tres producciones e interpretaciones diametralmente opuestas despuntaron en las últimas décadas de su carrera: el memorable psicópata vengativo e inteligente (claro continuador del de La noche del cazador) en El cabo del miedo (1962), de J. Lee Thompson; el sheriff borracho de El Dorado (1966), de Howard Hawks, una especie de remake del Río Bravo del propio Hawks en que dio la réplica a John Wayne; y su maravilloso, cansado y poético detective Philip Marlowe de Adiós, muñeca (1975), de Dick Richards, tercera versión de la novela de Raymond Chandler.

Aunque su vida privada se vio salpicada por diversos escándalos (entre ellos, orgías en mansiones de algún famoso anónimo o consumo de marihuana), nada pudo cuestionar la imagen de estrella de un actor que participó en más de cien películas durante las cinco décadas que permaneció en activo, pues siguió trabajando en cine y televisión durante los años ochenta y noventa. Tildado de lacónico y poco expresivo, su rasgo físico más llamativo era una mirada soñadora, combinación de un insomnio crónico con una lesión de boxeo. Se dice que su actitud despreocupada en la pantalla formaba parte de su carácter real; lo cierto es que, analizada hoy en día, su filmografía es tan atractiva en calidad como en cantidad, y algunas de sus interpretaciones han quedado grabadas en la memoria de muchos cinéfilos.

Cómo citar este artículo:
Tomás Fernández y Elena Tamaro. «» [Internet]. Barcelona, España: Editorial Biografías y Vidas, 2004. Disponible en [página consultada el ].