Charles Laughton

(Scarborough, 1899 - Hollywood, 1962) Actor británico. Rotundo, exuberante y vehemente, Charles Laughton fue un brillantísimo actor con un amplio abanico de registros: encarnó a personajes sádicos y bondadosos, a asesinos y a abogados, a artistas y a hombres corrientes, y a todos con el mismo poder de convicción. Aunque sus mejores interpretaciones las realizó en películas británicas, en particular en La vida privada de Enrique VIII (1933), por la que ganó un Oscar, y Rembrandt (1936), la mayoría de sus filmes se rodaron en Estados Unidos. En 1955 dirigió La noche del cazador, una producción que contiene planos sorprendentes e innovadores y mantiene la tensión de principio a fin; para no pocos sectores de la crítica, es una obra maestra. El filme prometía una excelente carrera como director, pero Laughton no llegó a rodar ninguna otra película.


Charles Laughton

Tras estudiar en un colegio religioso de Londres, el estallido de la Primera Guerra Mundial provocó su movilización por parte del ejército británico. Los sangrientos combates en el frente dejaron en él una total repugnancia hacia la guerra y un problema físico de insuficiencia traqueal del que, como fue habitual a lo largo de su carrera, supo extraer el lado positivo: la nasalidad de la voz como medio de expresar emociones. Dicha enfermedad posibilitaría además, antes de que concluyera el conflicto, su retorno a casa, donde trabajó en el negocio hotelero de la familia.

Finalizada la contienda, Charles Laughton decidió ingresar en la prestigiosa Royal Academy of Dramatics Arts, uno de los mejores centros de formación interpretativa, del que habían salido varios de los actores más famosos del momento. Su pasión por el teatro le llevó igualmente a frecuentar las salas alternativas donde las corrientes de vanguardia se encontraban en su apogeo; en ellas conocería a su futura mujer, Elsa Lanchester. Juntos formaron un dúo que pronto saltó a la fama en el teatro, aunque su carrera cinematográfica parecía en cambio limitada a papeles secundarios y de tintes desagradables, como el representado por Laughton en Piccadilly (1928).

Aprovechando una gira teatral por los Estados Unidos, el director británico James Whale ofreció al matrimonio sus primeras oportunidades de importancia en el mundo del cine: Charles Laughton la tuvo en El caserón de las sombras (1932) y Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein (1935). Sin embargo, la película que acabó lanzando al actor hacia la popularidad fue El signo de la cruz (1932), firmada por el mítico director de superproducciones Cecil B. DeMille, donde encarnó a Nerón. Inauguraba así una larga lista de interpretaciones de reyes, emperadores o figuras históricas que le convirtieron en uno de los grandes especialistas por su capacidad para incorporar al personaje aspectos repulsivos y al mismo tiempo fascinantes para el espectador, como muestran dos películas ejecutadas por Alexander Korda: La vida privada de Enrique VIII (1933), por la que obtuvo un Oscar, y Rembrandt (1936), biografía fílmica del pintor holandés Rembrandt van Rijn.


La vida privada de Enrique VIII (1933)

Su físico también le posibilitó encarnar personajes próximos al universo gótico, abriéndole de paso un vasto campo interpretativo que le permitió pulsar sus múltiples registros. En esa línea, cintas como La isla de las almas perdidas (1933), que protagonizó con Bela Lugosi, o Esmeralda, la zíngara (1939), donde daba vida al desolado personaje de Quasimodo, le hicieron conectar con un público al que le entusiasmaban esas interpretaciones que exigían un enorme esfuerzo para mostrar la múltiple personalidad que se esconde detrás de cualquier individuo.

Pese a sus repetidos éxitos, Charles Laughton nunca mostró demasiado aprecio hacia su trayectoria en el mundo del cine; por contraposición, juzgaba que en el teatro el actor era más libre y podía construir su personaje de forma más elaborada. Por eso mismo, desde mediados de los años cincuenta, tras su magnífica interpretación en El déspota (1954), de David Lean, empezó a rechazar cualquier papel secundario que pudieran ofrecerle para concentrarse en el mundo teatral, y en todo caso aproximarse al cine como medio bien pagado de ganarse la vida.

Ahora bien, en la estela de los mejores profesionales británicos, como Laurence Olivier, tuvo tentaciones de dar el salto a la dirección, lo cual hizo una sola vez y con un título de escaso éxito popular en su día, aunque verdaderamente mítico en la actualidad: La noche del cazador (1955). Las dificultades para poner en marcha el proyecto no le arredraron, entusiasmado como estaba con una historia cercana a los cuentos infantiles, mezcla de sordidez y poesía, y que narró mediante una iluminación de violentos claroscuros. El papel protagonista, que recayó en Robert Mitchum, era similar en cualquier caso a los que él mismo había interpretado a lo largo de su carrera, capaces de conjugar amor y odio: un farsante que bajo la apariencia de predicador esconde a un presidiario huido en busca de dinero.

El fracaso del filme terminó alejando a Laughton de la industria cinematográfica, a la que sólo volvió en contadas ocasiones y para interpretar papeles de cierta relevancia en un puñado de películas memorables. Así, aceptó el ofrecimiento de Billy Wilder de encarnar al abogado de Testigo de cargo (1957), una excelente adaptación de la obra teatral homónima de Agatha Christie en la que compartió reparto con Tyrone Power y Marlene Dietrich. También formó parte del elenco estelar (Kirk Douglas, Laurence Olivier, Peter Ustinov y Tony Curtis, entre otros) de una de las obras maestras de Stanley Kubrick, Espartaco (1960), y tuvo un destacado papel en Tempestad sobre Washington (1962), de Otto Preminger, que puso un inmejorable broche a su trayectoria.

Para muchas generaciones de buenos aficionados al cine, Charles Laughton ha representado el ejemplo evidente de cómo pueden superarse las notorias limitaciones físicas de partida mediante una magnífica técnica interpretativa. Muy lejos del prototipo de galán dada su gordura, sus rasgos exagerados y su voz peculiar, supo rebasar la barrera de actor secundario a la que parecía condenado e incluso convertirse en presencia ineludible y estelar del cine de Hollywood, especializándose particularmente en papeles de acusada ambigüedad. Su particular método de acercarse al personaje lograba dotarlo de un fondo de dudosa moral que, escondida en su interior, podía brotar y evidenciarse según la circunstancia hasta revelar su verdadera condicón de canalla autoritario o de cruel tirano, como muchos de los personajes que incorporó a lo largo de su prolongada trayectoria.

Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].