Los mayas

La religión maya

En sus inicios, la religión de los mayas fue un culto a la naturaleza y a las fuerzas presentes en el entorno donde vivían como nómadas. A medida que avanzó la sedentarización, aumentó la necesidad de organización formal de aquella religión, y con ello la de contar con un cuerpo sacerdotal de carácter especializado. La introducción de la agricultura comportó la sedentarización definitiva y la estratificación social, y la mayor complejidad social de la sociedad maya se reflejó en una jerarquización y especialización de los dioses y de los sacerdotes, quienes debían interpretar ante el pueblo la voluntad de las fuerzas divinas.

En las primeras épocas, los rituales se realizaban en las viviendas, pero con el tiempo se construyeron lugares específicos de culto y grandes centros ceremoniales. En cuanto al ritmo con que se produjo este cambio, es de suponer que entre la introducción de la agricultura (consolidada hacia el 2000 a.C.) y la invención del calendario y la escritura jeroglífica maya (entre los años 353 y 235 a.C.), la religión maya se transformó muy lentamente. Pero una vez introducidos el calendario y la escritura, la religión maya experimentó grandes modificaciones, en el sentido de una complejidad y formalismo crecientes.


Sacerdote maya (Museo de la Ciudad, Tabasco)

Hacia el siglo IV, en El Petén, la religión se había fusionado con una filosofía animista más compleja, basada en la deificación de los cuerpos celestes. Altamente difundida entre el pueblo llano, esta religión era interpretada y servida por sacerdotes-matemáticos, astrónomos, vaticinadores y maestros del ritual; su funcionalidad, en cambio, pasó a estar regida por administradores y estadistas, quienes supieron obtener provecho de ella para sus pretensiones políticas e ideológicas.

Como toda religión, la maya tenía unas funciones que cumplir, y legitimó la existencia de una sociedad ordenada en estratos, con fuertes desigualdades entre los diferentes niveles. Las creencias religiosas afianzaron la organización política de los mayas al apoyar la autoridad de unas clases dirigentes que controlaban la vida de los individuos y se sustentaban en la divinización de los antepasados. La religión también proporcionaba explicaciones sobre todo aquello que el hombre no llega a concebir o comprender: sus orígenes, las calamidades naturales, las enfermedades y la muerte.

Un rasgo muy característico del área mesoamericana en general es la estrecha vinculación de la religión maya con conocimientos científicos como la escritura, el calendario y la astronomía, que en un aspecto u otro están relacionados con la medición del tiempo. Para la ciencia maya, el tiempo era una inmensa y majestuosa sucesión de ciclos, sin principio ni fin. En este sentido, todos los períodos en que se dividía el calendario eran otras tantas divinidades a través de las cuales los mayas rendían culto al tiempo.

La cosmogonía maya

Los mayas compartían con otras culturas mesoamericanas una concepción cíclica del tiempo y del espacio. Creían en la existencia de mundos anteriores que habían sucumbido a un cataclismo de carácter natural que identificaban con un diluvio. También tenían la creencia de que el mundo actual no escaparía a ese destino. Las influencias malignas marcaban la mayoría de los finales de los distintos katunes, periodos calendáricos de veinte o quizá trece años. De una lectura del texto religioso quiché Popol Vuh y de la obra del siglo XVI Relación de las cosas del Yucatán, escrita por el obispo español Diego de Landa, se desprende que los mayas creían que el mundo actual había sido precedido por otros tres, ya desaparecidos. A cada mundo anterior le correspondía un tipo de humanidad diferente, hecha respectivamente de tierra, de madera y de maíz.

Para los mayas, el dios único era Hunab Ku, el gran creador y padre de Itzamná, divinidad ésta que era el señor del fuego y de la tierra y que, al igual que todas las demás divinidades mayas, tenía cuatro versiones que correspondían a los cuatro puntos cardinales, y solía ser representado por un monstruo celeste o una iguana bicéfala semejante a un dragón. A cada versión de Itzamná le correspondía un color: el rojo al Este, el blanco al Norte, el negro al Oeste y el amarillo al Sur. El color verde se reservaba al centro. Asociados a cada una de estas direcciones, los cuatro dioses cargadores (los bacabob) sostenían el cielo.

La cosmogonía maya ordenaba el cosmos en trece mundos, que, como otras tantas capas, estaban por encima de la tierra. Cada una de estas capas celestes, regida por uno de los trece oxlahuntiku o dioses de los trece mundos superiores, era sostenida en su dorso por un cocodrilo o monstruo reptil. Por debajo de la tierra había nueve inframundos, cada uno de ellos regido por una de las nueve divinidades bolontiku, con una importante simbología acuática.

El último de los inframundos, el reino de los muertos, era el Mitnal o Xibalba (según se trate de su nombre en tierras yucatecas o en las Tierras Altas quiché). Allí reinaba Ah Puch («el señor de la muerte»), y los mayas creían que cada día tenía lugar una despiadada lucha del Sol, tras su recorrido diurno, con los seres y divinidades infernales, a las que siempre vencía. Tras su triunfo, el astro rey reiniciaba su travesía diaria por el nivel superior del universo. Los espíritus de los muertos efectuaban ese mismo viaje a semejanza de los míticos gemelos divinos, Hunahpú y Xlabanqué, tal y como se describe en el Popol Vuh, texto mítico-religioso quiché sobre la creación escrito en grafía castellana ya en la época de la conquista.

Las divinidades mayas

Los dioses, o mejor dicho, las diferentes representaciones de los poderes sobrenaturales de la religión maya, eran numerosas y podían revestir forma humana o animal, aunque a menudo combinaban características de ambas condiciones. Además, cada divinidad presentaba, como Itzamná, cuatro versiones que estaban asociadas a los puntos cardinales, tenían sus propios colores y podían tener un aspecto masculino o femenino.

La lectura de los jeroglíficos ha permitido establecer la existencia de una pareja de divinidades conocidas con el nombre de «dioses remeros», porque aparecen remando en una canoa mientras trasladan al más allá a los gobernantes difuntos. Estos dioses eran los únicos supervivientes de una creación precedente que, como las otras dos anteriores, fue destruida por sucesivos cataclismos naturales. Otras divinidades, como Itzamná (el señor del cielo, del día y de la noche), Kinich Ahau (el Sol que cruza la bóveda celeste) y Chaac (el dios de la lluvia), aparecen representados de manera recurrente por su condición de deidades portadoras de vida y fertilidad. Con todo, no hay que olvidar que la religión maya era radicalmente dualista.

En el panteón maya de las divinidades destaca también Kan, el dios del maíz o, más genéricamente, de la agricultura, que aparece representado como un joven que lleva en la cabeza a modo de tocado una mazorca de maíz, símbolo de la abundancia. En el período Posclásico esta divinidad pasó a ser identificada con Yum Kax, el dios de los bosques. En esta asimilación, algunas de las funciones de la antigua divinidad fueron asumidas por Chaac, el dios de la lluvia. Entre las representaciones de otras divinidades destacan las de Ixchel, la señora de la Luna y del arco iris, esposa de Itzamná, y las de Ah Puch, el señor de la muerte, que adoptó la forma de un esqueleto humano, a menudo representado en compañía de animales de mal augurio. Otras divinidades, como Kawil, estuvieron muy unidas a los linajes reales de numerosas ciudades que destacaron durante del período Clásico.

Existieron dioses que protegían a determinados estamentos sociales (como Ek Chuah, dios del comercio y de la guerra, o Buluc Chabtan, también relacionado con la guerra y los sacrificios humanos), e incluso dioses regionales, cuyo poder y veneración se circunscribían a cada centro cívico-ceremonial. Cultos como el que se rendía a la Serpiente Emplumada o Quetzalcóatl se introdujeron en la cultura maya a consecuencia de las estrechas relaciones con otras sociedades mesoamericanas; la figura del dios Quetzalcóatl se asimiló a las creencias mayas y recibió diferentes denominaciones según los distintos centros en los que fue asumido. En Chichén Itzá, por ejemplo, el culto a Kukulkán se asimiló al de Quetzalcóatl.

Los mayas también hicieron propias otras divinidades extranjeras, como por ejemplo Tláloc, dios de la lluvia, que era adorado en Teotihuacán, o Ix Chante Kax, que era la diosa azteca del fuego, y Xipe Totec, que, como diosa de la fertilidad de la tierra, fue muy venerada en el período Posclásico. En el pensamiento de los antiguos mayas también adquirieron carácter sagrado los cuerpos inanimados y las sustancias que forman el mundo natural (las montañas, las cuevas, los ríos o los astros), ya que eran considerados seres animados.

Los sacerdotes y los rituales religiosos

Para interpretar y desentrañar los designios divinos en toda esa compleja simbología religiosa y cosmogónica, la cultura maya disponía de una élite sacerdotal, probablemente identificada con los gobernantes, cuyos miembros aparecen también representados en los monumentos tallados. El título genérico que identificaba a los sacerdotes era anhkin, que significa «el del Sol».

Especial relevancia tenían los nacomes, que eran los encargados de hundir el cuchillo en el pecho de los sacrificados y desgarrarlo; los chaces se encargaban de sujetar a las víctimas por las piernas y los brazos durante los sacrificios, y los chilanes interpretaban los libros sagrados y predecían el futuro. Los sacerdotes de más alto rango de cada provincia enseñaban historia, adivinación y escritura glífica en las escuelas sacerdotales. La condición de sacerdote era hereditaria, y muchos de ellos desempeñaban su función como vaticinadores y adivinos ayudados de la ingestión de diferentes drogas.

A través de complejos ritos, el sacerdote entraba en contacto con lo sobrenatural. Algunos tipos de rituales han quedado representados (aunque a veces difícilmente se comprenden) en diversas manifestaciones del arte maya, como los vasos cerámicos, las estelas y los dinteles de los templos. Las imágenes muestran ceremonias de ofrendas y también de prácticas autosacrificiales, en que los dirigentes se extraían sangre con objetos punzantes de obsidiana, pedernal o espinas de manta raya con la finalidad de rendir tributo a los dioses. La pérdida de sangre (y la posible ingestión de sustancias alucinógenas) en el inmenso escenario que suponían los templos y los palacios los hacía entrar en trance y creer que se comunicaban con sus antepasados deificados. El mundo campesino, que debió de asistir a ciertas ceremonias como simple espectador, tuvo sin duda unos rituales diferentes, dirigidos a los dioses o divinidades protectoras de la agricultura que favorecían las cosechas.

En los diferentes niveles del ritual no faltaban las ofrendas, un elemento por lo demás universal y propio de todas las religiones. Entre las más habituales de los mayas destacaban la quema de pom (la resina olorosa del copal), las flores, los alimentos y las bebidas. Las ofrendas incluían también los sacrificios de animales y de seres humanos, aunque estos últimos nunca tuvieron en la cultura maya la importancia fundamental que revistieron en la cultura azteca. Sin duda, la música y la danza acompañaban muchos de los rituales públicos, que se realizaban en las grandes plazas de los centros ceremoniales, y ayudaron a cohesionar la sociedad al agrupar a todos sus estratos en torno a estas celebraciones.

El calendario maya establecía los días propicios para las actividades rituales, que exigían ayuno y abstinencia sexual de quienes las llevaban a cabo. Entre las fechas destacadas del año religioso maya cabe citar el 0 pop o fiesta del Año Nuevo; el segundo mes, uo, dedicado a Itzamná; el quinto mes, tzec, dedicado a los bacabob, y el sexto, xul, consagrado a Kukulkán; el décimo estaba asignado al planeta Venus y el mes decimotercero, mac, a los dioses de la lluvia.

Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].