Blaise Pascal
(Blaise o Blas Pascal; Clermont-Ferrand, Francia, 1623 - París, 1662) Filósofo, físico y matemático francés. Genio precoz y de clara inteligencia, su entusiasmo juvenil por la ciencia se materializó en importantes y precursoras aportaciones a la física y a las matemáticas. En su madurez, sin embargo, se aproximó al jansenismo, y, frente al racionalismo imperante, emprendió la formulación de una filosofía de signo cristiano (truncada por su prematuro fallecimiento), en la que sobresalen especialmente sus reflexiones sobre la condición humana, de la que supo apreciar tanto su grandiosa dignidad como su mísera insignificancia.
Blaise Pascal
Su madre falleció cuando él contaba tres años, a raíz de lo cual su padre se trasladó a París con su familia (1630). Fue un genio precoz a quien su padre inició muy pronto en la geometría e introdujo en el círculo de Mersenne, la Academia, a la que su progenitor pertenecía. Allí Pascal se familiarizó con las ideas de Girard Desargues y en 1640 redactó su Ensayo sobre las cónicas (Essai pour les coniques), que contenía lo que hoy se conoce como teorema del hexágono de Pascal.
La designación de su padre como comisario del impuesto real supuso el traslado a Ruán, donde Pascal desarrolló un nuevo interés por el diseño y la construcción de una máquina aritmética para facilitarle el trabajo a su padre. La máquina, que sería llamada Pascaline, era capaz de efectuar sumas y restas con simples movimientos de unas ruedecitas metálicas situadas en la parte delantera; las soluciones aparecían en unas ventanas situadas en la parte superior. Se conservan todavía varios ejemplares del modelo que ideó, algunos de cuyos principios se utilizaron luego en las modernas calculadoras mecánicas.
Una Pascaline construida en 1652
En Ruán comenzó Pascal a interesarse también por la física, en especial por la hidrostática, y emprendió sus primeras experiencias sobre el vacío; intervino en la polémica en torno a la existencia del horror vacui en la naturaleza y realizó importantes experimentos (en especial el de Puy de Dôme en 1647) en apoyo de la explicación dada por Torricelli al funcionamiento del barómetro.
Entretanto, en 1645 había abrazado el jansenismo, el movimiento reformista católico iniciado por Jansenio que, basándose en la doctrina de San Agustín de Hipona sobre la gracia y el pecado original, propugnaba un mayor rigorismo moral. Una enfermedad indujo a Pascal a regresar a París en el verano de 1647. Los médicos le aconsejaron distracción e inició un período mundano que terminó con su experiencia mística del 23 de noviembre de 1654, su segunda conversión; convencido de que el camino hacia Dios estaba en el cristianismo y no en la filosofía, Blaise Pascal suspendió su trabajo científico casi por completo.
Pocos meses antes, como testimonia su correspondencia con Fermat, se había ocupado de las propiedades del triángulo aritmético hoy llamado de Pascal y que da los coeficientes de los desarrollos de las sucesivas potencias de un binomio; su tratamiento de dicho triángulo en términos de una «geometría del azar» convirtió a Pascal en uno de los fundadores del cálculo matemático de probabilidades.
Blaise Pascal
En 1658, al parecer con el objeto de olvidarse de un dolor de muelas, Pascal elaboró su estudio de la cicloide, que resultó un importante estímulo en el desarrollo del cálculo diferencial. Desde 1655 frecuentó el más importante centro jansenista, la abadía de Port-Royal, en la que se había retirado su hermana Jacqueline en 1652. Tomó partido en favor de Antoine Arnauld, el general de los jansenistas, y publicó anónimamente sus Provinciales (1656-1657), conjunto de dieciocho cartas en las que defendió el jansenismo de los ataques de los jesuitas.
El éxito de las cartas lo llevó a proyectar una apología de la religión cristiana; el deterioro de su salud a partir de 1658 frustró, sin embargo, el proyecto, y las notas dispersas relativas a él quedaron más tarde recogidas en sus famosos Pensamientos (Pensées sur la religion et sur quelques autres sujets, 1669). Aunque Pascal rechazó siempre la posibilidad de establecer pruebas racionales de la existencia de Dios, cuya infinitud consideró inabarcable para la razón, admitió no obstante que esta última podía preparar el camino de la fe para combatir el escepticismo.
Así, el sentido común nos indica que lo más lógico es obrar como si Dios existiese, pues el beneficio que podemos obtener es infinitamente superior a toda posible pérdida. La famosa apuesta de Pascal analiza la creencia en Dios en términos de apuesta sobre su existencia: creyendo en Dios y observando una conducta virtuosa, podemos ganar la vida eterna; si el hombre cree y finalmente Dios no existe, nada se pierde en realidad. Pero, por más que razonemos, sólo se llega a la fe través del corazón, del sentimiento, en una iluminación súbita que escapa a cualquier intento de elucidación lógica: «El corazón tiene razones que la razón desconoce» es sin duda la más conocida frase de Blaise Pascal.
De este modo, la tensión de su pensamiento entre la ciencia y la religión quedó reflejada en su admisión de dos principios del conocimiento: la razón (esprit géométrique), orientada hacia las verdades científicas y que procede sistemáticamente a partir de definiciones e hipótesis para avanzar demostrativamente hacia nuevas proposiciones, y el corazón (esprit de finesse), que no se sirve de procedimientos sistemáticos porque posee un poder de comprensión inmediata, repentina y total, en términos de intuición. En esta última se halla la fuente del discernimiento necesario para elegir los valores en que la razón debe cimentar su labor.
Pero es acaso en la captación de la naturaleza humana donde reside el aspecto que sentimos como más moderno y perdurable de la obra de Pascal. El filósofo acepta tanto la grandeza como la miseria del ser humano, y de hecho lo define por esta doble condición. El hombre es incapaz de comprender tanto la inmensidad del universo como los diminutos mundos de cada partícula de materia; no puede concebir ni el todo ni la nada; no es un ángel, pero tampoco un animal; tiene nobles aspiraciones que no puede realizar. No obstante, pese a su insignificancia, posee la razón, y con ella conoce el universo, y puede, al conocer sus propias limitaciones, tender a Dios; el hombre no es más que un junco, una caña, pero es una «caña pensante».
Raramente, sin embargo, se enfrenta el ser humano a su propia naturaleza. Ante las cuestiones críticas de la existencia, ante la infelicidad inherente a su propia condición y ante el avance inexorable de la muerte, el hombre se evade de sí mismo y busca el olvido en la febril actividad de la vida cotidiana, ahuyentando así lo que más teme: el aburrimiento. Nada es más insoportable para el hombre que carecer de proyectos, de compromisos o de distracciones; porque entonces, detenido en medio del tedio, no puede sino tomar conciencia de la vacuidad de su vida y sumirse en la angustia o la melancolía. La conciencia de sí mismo, cualidad que lo distingue y enaltece, es también en el hombre fuente de desdicha, al recordarle su pobre condición.
Pero tampoco la actividad resuelve nada, pues no tiene otro objetivo que acallar la conciencia de la finitud y llegar inadvertidamente a la muerte: «Quienes juzgan muy poco razonable que la gente se pase el día entero corriendo detrás de una liebre que se podría haber comprado en el mercado, no entienden nada de la naturaleza humana. La liebre no nos impide la visión de la muerte y de otras miserias, pero la caza sí puede hacerlo, porque nos distrae». Por ese camino llega Pascal a inesperadas afirmaciones que sin embargo, a la luz de su examen sobre la naturaleza humana, cobran un profundo sentido: «toda la infelicidad de los hombres viene de una sola cosa: su incapacidad de permanecer tranquilamente a solas en una habitación». Una capacidad que sí posee (y que a veces envidiamos), por ejemplo, un gato, es decir, un ser no consciente.
Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «».
En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en
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