La invención de Morel
Publicada en 1940, esta novela del escritor argentino Adolfo Bioy Casares tiene como protagonista a un preso condenado a cadena perpetua que ha logrado fugarse y llegar a una isla, al parecer la isla de Villings, del Archipiélago de las Ellises. El mismo fugado es el narrador y relata en primera persona los acontecimientos que van teniendo lugar en la isla en la que se oculta. Le había hablado de ella un comerciante chino: aquella isla estaba infectada por una extraña enfermedad que mataba de afuera para adentro. Era un lugar idóneo para esconderse y el prófugo se instala en la isla solitaria.
Adolfo Bioy Casares
Allí lleva una vida de Robinson, convencido de que no verá a nadie. En la parte más elevada de la isla se levantan un museo, una capilla y una piscina llena de víboras, sapos e insectos. El museo tiene una gran biblioteca y una sala con un fonógrafo, un piano y un biombo de espejos con más de 20 hojas. En los sótanos hay un cuarto escondido, de paredes celestes, con extraños artilugios en su interior y una bomba para sacar agua. El prófugo descubre también una habitación recubierta con losas de mármol y de corcho, con unas arcadas de piedra que repiten ocho veces el mismo espacio, como si de espejos se tratara.
Una noche escucha en la distancia un sonido de voces y música procedentes del museo. Extrañado ve las siluetas de personas que bailan al son de Té para dos y Valencia. ¿Serán veraneantes que han desembarcado en la isla sin que él se enterara? O posiblemente los constructores de todos aquellos edificios. Durante varios días ve a una mujer que se acerca al acantilado y desde allí contempla la puesta de sol. Al principio el prófugo la observa ocultándose detrás de unas rocas, pero luego se deja ver. Sin embargo, aquella mujer no parece darse cuenta de su presencia. Lo que más le inquieta es que esa mujer "me ha dado una esperanza. Debo temer las esperanzas".
Con toda aquella gente a su alrededor, la vida del prófugo se hace muy difícil. Sufre las consecuencias de unas graves inundaciones a las que a duras penas sobrevive. No tiene herramientas, ya que se han quedado en el museo. Come hierbas y raíces, y como no puede seguir en ese estado, decide introducirse de tapadillo en el museo. Al hombre le sorprende mucho que si en algún momento se encuentra de frente con alguno de aquellos veraneantes, no muestren signo alguno de que lo están viendo. Se siente como si fuera transparente. El hecho ya le había sorprendido antes, cuando contemplaba a la bella mujer que se asomaba a ver la puesta de sol cada día en lo alto de las rocas. Ella tampoco lo veía. Tampoco parece oírle la tarde en que decide hablarle.
El filme El año pasado en Marienbad (1961), de
Alain Resnais, se inspiró en La invención de Morel
Sin embargo, él sí oye a aquellas gentes, y la bella Faustine le obsesiona. Así la llamó un tal Morel que a veces la acompañaba. ¿Quién es? ¿Quiénes son aquellas personas que aparecen en el museo cuando sube la marea y viven allí ocho días, para desaparecer después con la bajada de las aguas? Turistas y sirvientes se desvanecen de pronto y todo queda en silencio. El prófugo está convencido de que en la isla existe un secreto y se impone la ardua labor de desvelarlo. En cierta ocasión, cuando está junto a Faustine contemplando la puesta de sol, observa con extrañeza que son dos los soles que se ponen y dos las lunas que aparecen.
Otra tarde sorprende a Faustine y a Morel repitiendo una escena que ya había visto: las palabras son las mismas y también los gestos, las actitudes y expresiones de ambos. ¿A qué se debe? Las melodías Té para dos y Valencia también se repiten una y otra vez, una y otra vez. Y "al pasar por el hall vi un fantasma del Tratado de Belidor que me había llevado quince días antes; estaba en la misma repisa de mármol verde, en el mismo lugar de la repisa de mármol verde. Palpé el bolsillo: saqué el libro; los comparé: no eran dos ejemplares del mismo libro, sino dos veces el mismo ejemplar". Cuando intenta seguir a Faustine hasta su habitación, la ve abrir la puerta, pero cuando él intenta hacer lo mismo, no lo consigue: la puerta está herméticamente cerrada.
El fugitivo no encuentra respuesta a lo que allí está sucediendo. Intuye que Morel posee la clave de todo, porque es evidente que tiene autoridad, que lo respetan. Una noche le oye decir que está preparando una reunión que interesa a todos. Los ve llegar uno a uno y tomar asiento alrededor de una mesa. Luego aparece Morel con un montón de papeles en la mano. "Había resuelto no decirles nada (empieza) pero como son amigos tienen derecho a saber. Mi abuso consiste en haberlos fotografiado sin autorización. Es claro que no es una fotografía como todas; es mi último invento. Nosotros viviremos en esa fotografía, siempre. Imagínense un escenario en que se representa completamente nuestra vida en estos siete días. Nosotros representamos. Todos nuestros actos han quedado grabados."
Morel sigue explicando a sus atónitos oyentes lo que en un principio tan sólo fue una idea, un proyecto que más tarde pudo hacer realidad. Los primeros intentos fallidos, creando una especie de imágenes de monstruosos fantasmas; los logros, más tarde: "La hipótesis de que las imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina sobre las personas, los animales y los vegetales emisores". La máquina de Morel capta la imagen, el alma, el sonido, el tacto del emisor, pero ¿qué efecto tiene sobre él?, se pregunta el prófugo. Cuando todos se levantan y se retiran a sus habitaciones se acerca a la mesa y coge los papeles de Morel. Después baja al sótano donde se ha instalado y se queda dormido. Qué pesadilla vivir en aquella isla rodeado de fantasmas artificiales y estar enamorado de una imagen...
En los papeles de Morel se encuentra la clave de su descubrimiento. El inventor describe pormenorizadamente todos sus sacrificios y esfuerzos hasta llegar a conseguir el artilugio en cuestión. El prófugo admira la capacidad de Morel, la imaginación que le ha llevado al desarrollo de su obra. Pero para el prófugo Morel se ha limitado a conservar las sensaciones; sólo ha tanteado la perpetuidad. Las imágenes no viven. Considera también la conveniencia de inventar otro aparato con el que se pueda averiguar si las imágenes sienten y piensan. Con un aparato más completo, "lo pensado y lo sentido en la vida -o en los ratos de exposición- será como un alfabeto, con el cual la imagen seguirá comprendiendo todo (como nosotros, con las letras de un alfabeto podemos entender y comprender todas las palabras). La vida será, pues, un depósito de la muerte".
El fugitivo se pregunta quién es Faustine. Dónde vive. La ha oído hablar de Canadá. Si pudiera salir de la isla iría a verla, la buscaría. Pero ¿cómo se presentaría ante ella?, piensa. Entra en la sala de las máquinas de imágenes por un agujero que ha abierto desde el exterior. La marea está subiendo y aquellos aparatos empiezan a funcionar: el fugitivo ve horrorizado que el agujero se cierra. En su lugar la pared está lisa y dura como un diamante. Se ha quedado encerrado. "Estas paredes -como Faustine, Morel, los peces del acuario, uno de los soles y una de las lunas, el tratado de Belidor-, son proyecciones de las máquinas. Coinciden con las paredes hechas por los albañiles (son las mismas paredes tomadas por las máquinas y luego reflejadas sobre sí mismas)." Mientras funcionen los motores de los aparatos, nadie podrá cruzarla o abrirla. Morel ha protegido así a sus máquinas. Sin embargo, se equivocó cuando estudió las mareas. Creía que sus aparatos estarían siempre en funcionamiento y no ha sido así.
Finalmente el fugitivo consigue salir y en la habitación contigua encuentra planos de Morel, proyectores, receptores, transmisores... y empieza a probar. Primero capta flores, hojas, moscas y ranas y las ve aparecer, exactas. Pero luego comete la imprudencia de poner su mano izquierda ante el receptor. Los emisores vegetales mueren transcurridas unas cinco o seis horas. Las ranas, después de quince horas. Su mano empieza a arderle débilmente. Recuerda que ciertos pueblos primitivos sienten horror a ser fotografiados porque creen que al formarse la imagen de una persona el alma pasa a la imagen y la persona muere. Una horrible sospecha va tomando consistencia. Si las imágenes de Morel tienen alma, los emisores han de perderla al ser captados por los aparatos. Eso significa que Faustine ha muerto y que él no existe para la imagen de la mujer que ama.
Al fugitivo esta idea le hace intolerable la vida. La única solución será la muerte para la eterna contemplación de Faustine. Abre los receptores y hace su representación. Nadie sospechará que es un intruso en las imágenes de los otros. Hasta intercala frases y parece que Faustine le contesta. Cambia los discos; así las máquinas proyectarán la nueva semana eternamente. La muerte del prófugo, que él observa con el interés de un científico, comienza por los tejidos de la mano izquierda. Pierde la vista, el tacto, se le cae la piel, las uñas, se queda calvo. Sin embargo, en su imaginación, conserva la esperanza "de que toda mi enfermedad sea una vigorosa autosugestión; que las máquinas no hagan daño; que Faustine viva, y dentro de poco yo salga a buscarla; que nos riamos juntos de estas falsas vísperas de la muerte...". El fugitivo rechaza estas ideas y pide al hombre que, basándose en su informe, encuentre la manera de inventar una máquina que reúna las presencias disgregadas: "Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso".
Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «».
En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en
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