Wolfgang Amadeus Mozart

Don Giovanni

La ópera de Wolfgang Amadeus Mozart Don Giovanni, drama jocoso en dos actos, se estrenó en Praga el 29 de octubre de 1787 y eclipsaría todos sus éxitos anteriores. El libreto en italiano de Lorenzo da Ponte (1749-1838), deriva de la comedia de Molière y sigue bastante de cerca el que escribió Bertati (1735-1815), libretista del Matrimonio segreto, para una ópera de Gazzaniga (1743-1818), representada en Venecia el mismo año.

La ópera mozartiana consta (además de la célebre "obertura", que se inicia con tres acordes sincopados en "re menor", que simbolizan la espantosa aparición del convidado de piedra) de 26 números, arias y piezas de conjunto, ligados entre sí por recitativos, ora "en seco", ora acompañados por la orquesta, y a menudo valiosísimos por la justeza de su acentuación y la eficacia dramática de lo declamado.

En un atrio correspondiente al palacio del Comendador, mientras Leporello, criado de don Juan, está de centinela, irrumpe don Juan seguido por la hija del Comendador, doña Ana, a quien ha intentado en vano seducir. Atraído por los gritos, sale el Comendador, desafía al desconocido personaje y muere en duelo a sus manos.


Representación de Don Giovanni

Don Juan y Leporello se alejan después de un breve recitativo bufo, y doña Ana se adelanta, seguida por su prometido don Octavio, al que hace jurar, en un dramático recitativo "a duetto", que vengará a su padre. Sigue una aria de don Octavio, "Dalla sua nace la mia dipende", que Mozart añadió para la representación de su opera en Viena: una aria toda gracia y ternura, pero dramáticamente no indispensable, hasta tal punto que hay ediciones que la colocan antes.

La llegada de doña Elvira, esposa abandonada por don Juan, interrumpe un recitativo entre don Juan y Leporello: don Juan intenta "consolar" a la bella afligida, pero, reconocido por ella, huye, dejando a Leporello solo para que calme la desesperación de Elvira. El criado no sabe hacer otra cosa que leerle, en una chispeante escena bufa, el catálogo de las conquistas de su amo, exhortándola a conformarse ante el gran número de sus compañeras de desdicha. Elvira, en una aria (añadida para la representación en Viena), expresa su dolor por la traición de su marido y la constancia de sus sentimientos por el ingrato: a menudo esta aria se coloca en el segundo acto.

Una vez vacía la escena, se adelanta un coro de campesinos que celebran las próximas bodas de Masetto y Zerlina. Don Juan ve a Zerlina y manda a Leporello que aleje a Masetto, a pesar de sus protestas. Don Juan invita a Zerlina a seguirle a una villa que posee en la vecindad: éste es el célebre "duetto" "Là ci darem la mano", donde las cálidas y apasionadas frases del bajo se completan simétricamente con las titubeantes y cada vez más inseguras respuestas de Zerlina.

Pero los planes de don Juan se ven contrariados por la llegada de doña Elvira, que se lleva consigo a Zerlina para protegerla de los apetitos del seductor. Aparecen luego doña Ana y Octavio, que piden a don Juan su ayuda para descubrir y castigar al desconocido asesino del Comendador. El retorno de Elvira, quien pone en guardia a los dos prometidos contra la perversidad de don Juan (mientras éste intenta hacerla pasar por loca), les infunde graves sospechas, que no tardan en convertirse en certeza en el corazón de doña Ana (aria "Or sal chi l'onore").

Para continuar la interrumpida seducción de Zerlina, don Juan organiza una fiesta campestre en su casa de campo y manda a Leporello que invite a Zerlina y a todos los campesinos (la endiablada aria "Fin ch'àn del vino", conocida en Alemania y en Francia como "aria del champán"). Zerlina, mientras tanto, aplaca el despecho de su novio con las deliciosas blanduras del aria "Batti, batti, o bel Masetto".

Masetto, sin embargo, quiere esconderse en un seto para asistir al encuentro de su amada con don Juan y asegurarse del carácter de las relaciones entre ambos, pero, descubierto por don Juan, es arrastrado junto con Zerlina a la fiesta. Allí se presentan, enmascarados, don Octavio, doña Ana y doña Elvira, decididos a sorprender al impostor. Se les invita a bailar: tres orquestas ejecutan simultáneamente un minué, un vals y una contradanza, con una audaz, superposición de ritmos. Don Juan, bailando con Zerlina, la conduce a otro aposento, y pronto los agudos gritos de la joven interrumpen la fiesta; derribada la puerta, don Juan es descubierto y desenmascarado en un rumoroso final.

El acto segundo se inicia con un "duetto" entre don Juan y Leporello, que quisiera dejar a su amo. La aparición de doña Elvira en la ventana de la hostería sugiere a don Juan una pérfida burla: en la oscuridad, trueca su capa y su sombrero con los de su criado; y luego, después de invocar el perdón de Elvira, se aleja a hurtadillas dejándola con Leporello; pero no tarda en volver para ponerles en fuga fingiéndose un salteador de caminos.

Una vez solo, entona una serenata a la doncella de Elvira ("Deh vieni alla finestra"). Llega Masetto, al frente de un grupo de campesinos armados con bastones para vengarse de don Juan. Don Juan se aprovecha de su disfraz, aleja a los campesinos con una estratagema y luego apalea al pobre Masetto, quien sigue convencido de que su agresor es Leporello. Zerlina le socorre y le consuela dulcemente en el aria "Vedrai, carino, se sei buonino".

Mientras tanto Leporello, intentando a oscuras y en vano librarse de Elvira, que le toma por don Juan, ha ido a parar al atrio del palacio del Comendador, adonde llegan poco después don Octavio y doña Ana, y luego Masetto y Zerlina. Leporello es reconocido, en un animadísimo sexteto que muy probablemente había sido concebido como final del segundo acto, pero que perdió este carácter cuando el gran desarrollo que toma el acto primero debió de inducir a Mozart y a Da Ponte a fundir en uno solo los actos segundo y tercero, para obtener un proporcionado equilibrio.

Siguen a ello algunas escenas añadidas para la edición vienesa, que perjudican un poco la unidad de la obra; una aria de don Octavio ("Il mio tesoro intanto") y un "duetto" cómico de Zerlina y Masetto, que a menudo se suprime. El drama recobra todos sus derechos en la escena del cementerio, donde don Juan, ante la estatua del Comendador, habla y ríe irreverentemente con Leporello. No tarda en interrumpirle la voz terrible del Comendador: terror del criado y estupor de don Juan, el cual, sin embargo, no pierde la sangre fría, y, en vista de que la estatua está viva, ordena al vacilante Leporello que la invite a cenar.

Una aria amorosa de doña Ana y don Octavio ("Non mi dir, bell'idol mio") interrumpe inoportunamente, una vez más, el curso de los acontecimientos; por fin, después de un cambio de escena, comienza el gran final. En su casa, don Juan está cenando alegremente mientras una orquestina de viento toca algunas piezas de moda, a saber, una aria de la ópera Una cosa rara (1785) de Vicente Martín y Soler, sobre libreto de Da Ponte; un minué de la ópera Fra I due litiganti (1782) de Giuseppe Sarti, y el aria "Non più andrai" de Las bodas de Fígaro.

En lo mejor de la cena llega doña Elvira, para intentar por última vez volver a llevar a don Juan a la vida cristiana, pero el empedernido pecador se burla de ella, cantando a las mujeres y el buen vino. Un grito de Elvira, al salir, señala la sobrenatural llegada del "convidado de piedra": con su pesado paso, la estatua del Comendador avanza por la escalera. Leporello desaparece debajo de la mesa y, a pesar de las cómicas jaculatorias que va recitando de vez en cuando desde su refugio, el drama toma de ahora en adelante un tono terrible.

El disoluto don Juan no pierde un ápice de su imperturbabilidad y se adelanta en una especie de perverso heroísmo, rehusando obstinadamente arrepentirse de su vida perdida. Bajo el apretón de la helada mano del Comendador, la vida le abandona: aparece fuego por distintos lados y se abre un precipicio. El Comendador desaparece, se oye un amenazador coro de espectros y finalmente las furias se apoderan de don Juan y lo arrastran al abismo. Llegan doña Ana, don Octavio, doña Elvira y Masetto, quienes, informados de lo acontecido por el asustado Leporello, cantan un sereno y sentencioso comentario.

Para comprender bien la obra maestra de Mozart no hay que sobrevalorar el sombrío heroísmo que asume el protagonista en la última escena, y hay que olvidar las interpretaciones románticas que, desde E.T.A. Hoffmann a Baudelaire, han hecho de don Juan el héroe del mal o el símbolo de la rebelión de la carne contra el concepto de pecado. Toda sospecha de satanismo debe alejarse completamente de la cándida alma mozartiana.

No hay que olvidar nunca que don Juan es "un drama jocoso", musicalmente concebido al estilo de una "ópera bufa", salvo unas pocas escenas de intenso dramatismo. A lo largo de toda la ópera, Leporello (personaje de incalculable importancia musical) lleva el hilo de su bufonesca comicidad. Y don Juan no quiere ser, en las intenciones de Mozart, otra cosa que el disoluto libertino, el ejemplo odioso del pecador impenitente. La grandeza de su siniestro heroísmo y la seducción de su franca arrogancia resultan del hecho de que en esta figura, que el ánimo religioso de Mozart detestaba, se sintetiza y, sobre todo, toma conciencia de sí la inocente e infantil inclinación al placer que forma el clima mismo del arte mozartiano, y que aquí, en su forma pura e inconsciente, da vida al carácter de Zerlina, deliciosa mezcla de coquetería inconsciente, imprudencia e ingenuidad.

Entre los demás personajes descuella sobre todo la apasionada y doliente doña Elvira que, con humanísima inconsecuencia, es incapaz de liberarse del afecto y la piedad por su seductor. Demasiado consecuente es en cambio doña Ana, endurecida por una inhumana pasión de venganza que no carece de viril eficacia. Don Octavio es un fantoche: un tenor gracioso, al que Mozart hizo don de dos arias celestiales. Dicho esto, basta señalar el milagro estilístico de Don Juan, la realización potentísima del drama escénico (sus pocos defectos son debidos a causas contingentes fácilmente identificables) por medio de una música que no renuncia a ninguno de sus derechos, sino que domina el texto poético en perfecto estilo de ópera bufa.

Ello se debe, en sustancia, no sólo a la nutrida eficacia del discurso orquestal, en el cual las voces se funden y encuentran su complemento, sino a la perfecta coincidencia entre las distintas escenas dramáticas y la forma musical de las arias y los conjuntos. De este modo se logra una total subordinación de la palabra a la música: a menudo acontece que dos o más personajes cantan sobre un mismo motivo palabras de alcance sentimental completamente opuesto. Pero de la movilidad de los ritmos, del colorido orquestal, de la perfecta coincidencia de las modulaciones armónicas con la estructura sintáctica del período, de la recíproca luz que los distintos personajes reciben unos de otros y sobre todo en el gravitar de todos sus diversos intereses sobre la figura central de don Juan, surge una inesperada intensificación de los valores dramáticos que se realizan enérgicamente por grandes bloques musicales.

Cómo citar este artículo:
Tomás Fernández y Elena Tamaro. «» [Internet]. Barcelona, España: Editorial Biografías y Vidas, 2004. Disponible en [página consultada el ].