Johann Sebastian Bach
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En la biblioteca municipal de Leipzig se conservan aún los antiguos legajos que contienen las listas de exequias realizadas en el siglo XVIII. Uno de estos viejos papeles nos informa escuetamente del siguiente hecho, en apariencia banal: "Un hombre de sesenta y siete años, el señor Johann Sebastian Bach, Kapellmeister y Kantor en la escuela de la Iglesia de Santo Tomás, fue enterrado el día 30 de julio de 1750". La modestia y simplicidad de esta inscripción, escondida entre otras muchas tan insignificantes como ella, nos parece hoy incomprensible al considerar que da fe del fallecimiento de uno de los más grandes compositores de todos los tiempos y, sin duda alguna, del músico más extraordinario de su época.
Johann Sebastian Bach
La brevedad de estas líneas demuestra con toda claridad el trágico destino de un hombre que fue radicalmente subestimado en su época: pocos reconocieron al gran músico y nadie supo ver al genio. Tras su silenciosa muerte, la labor de quien había dedicado toda su existencia a crear honesta y laboriosamente una excelsa música en alabanza del Creador fue olvidada por completo durante más de cincuenta años, hasta que, tras ser publicada la primera biografía del músico, otro compositor, Mendelssohn, rescató su obra para sus contemporáneos al dirigir apoteósicamente su Pasión según San Mateo en Berlín en 1829, hecho que constituyó un acontecimiento nacional en Alemania.
Una saga de músicos
Johann Sebastian Bach nació el 21 de marzo de 1685 en Eisenach (Turingia). Su familia era depositaria de una vasta tradición musical y había dado a lo largo de varias generaciones un buen plantel de compositores e intérpretes. Durante doscientos años, los antepasados de Bach ocuparon múltiples cargos municipales y cortesanos como organistas, violinistas cantores y profesores, aunque ninguno de ellos llegaría a alcanzar un especial renombre. Sin embargo, su apellido era en Turingia sinónimo de arte musical; hablar de los Bach era hablar de música.
Johann Sebastian siguió muy pronto la tradición familiar. Su padre, Johann Ambrosius, comprendió rápidamente que tenía ante sí a un niño especialmente dotado y consagró mucho tiempo a su enseñanza. El ambiente de la casa paterna era modesto, sin llegar a las estrecheces de la pobreza y, por supuesto, estaba impregnado de una profunda religiosidad y entregado a la música. Al cumplir Bach los nueve años murió su madre, Elisabeth, y, como era frecuente en la época, Johann Ambrosius volvió a casarse a los pocos meses para poder afrontar el cuidado de sus hijos. Pero tres meses después de la celebración de su segundo matrimonio, el 20 de febrero de 1694, también murió Johann Ambrosius, y la viuda solicitó ayuda al hijo mayor de su marido, Johann Christoph, ya entonces organista en Ohrdruf, quien se hizo cargo de sus dos hermanos más pequeños, Johann Jacob y Johann Sebastian, acogiéndolos en su casa y comprometiéndose a darles la obligada formación musical.
Johann Ambrosius Bach, padre del compositor
El niño era aplicado, serio e introvertido. Además de la música, sentía una viva inclinación por la lengua latina, cuya estructura rígida y lógica cuadraba perfectamente con su carácter, y por la teología. Estas materias, tamizadas por una intensa educación luterana, acabarían por modelar completamente su personalidad y convertirse en los sólidos fundamentos de su existencia y de su fuerza creadora. El propio Johann Christoph, que había sido discípulo de Johann Pachelbel, se convirtió en maestro de órgano del niño.
No parece, sin embargo, que se diera plena cuenta de la genialidad de su hermano menor, si consideramos la famosa anécdota transmitida por el propio Bach a su hijo Carl Philipp Emmanuel: Johann Christoph prohibió al niño estudiar un libro que contenía las más famosas piezas para clave de su tiempo, con obras de Johann Jakob Froberger, Johann Caspar von Kerll y Johann Pachelbel, libro que Bach logró transcribir a escondidas, de noche y a la luz de la luna. Descubierto el «crimen», Johann Christoph destruyó la copia. La que iba a ser su segunda esposa y cronista de la familia, Anna Magdalena Wilcken, que también narra el episodio, afirma que Johann Sebastian se lo contó «sin manifestar el menor resentimiento contra la dureza de su hermano». Anna Magdalena era menos benévola y, llevada por su fidelidad y amor a Johann Sebastian, pretendía achacar la ceguera final del compositor al esfuerzo que realizó de niño, por haber transcrito aquellas partituras «prohibidas» a la sola luz de la luna.
Años de formación
Hasta que pudo desarrollar todas sus capacidades pasaron aún varios años de duro aprendizaje y preocupaciones cotidianas. Desaparecidos sus progenitores, el salario del hermano resultaba escaso y la casa demasiado pequeña para una familia cada vez más numerosa. Johann Christoph hizo ingresar a sus hermanos en el Gimnasium de Ohrdruf, donde Bach acabó el primer ciclo de estudios en 1700, con un adelanto de dos años sobre el resto de sus compañeros, recibiendo además un sueldo de diecisiete talegos al año (cantidad suficiente para pagar su manutención) como miembro del coro, donde cantaba con hermosa voz de soprano infantil. En marzo de 1700 el muchacho, que entonces contaba quince años de edad, marchó a Lüneburg, a 350 kilómetros de Ohrdruf, para ingresar en el coro de la Ritterakademie, con sueldo suficiente para su mantenimiento suplementario y hospedaje en el internado.
Este cambio supuso también la posibilidad de ampliar en extensión y profundidad sus conocimientos musicales. En Lüneburg recibió la benéfica influencia del Kantor, pero sobre todo la del organista titular, Georg Böhm. Desgraciadamente, a los pocos meses de su llegada le cambió la voz y tuvo que ganarse la vida como músico acompañante y profesor de violín. Su nueva situación, sin embargo, le permitió desplazarse libremente a Hamburgo para completar su formación con Adam Reincken, que, pese a su edad, era uno de los más reputados organistas en activo de su tiempo. También frecuentó la corte de Celle, en cuya orquesta tocó como violinista por invitación de Thomas de la Selle, familiarizándose entonces con los compositores y las formas musicales francesas. De esta época de actividad y entusiasmo data su primera cantata, género que frecuentaría a lo largo de su vida.
Una energía aparentemente ilimitada y una fortaleza anímica desbordante son los rasgos esenciales de la personalidad de Bach. Sin estos valores y sin su profunda religiosidad nunca hubiera podido soportar los duros golpes que el destino le tenía reservados. En 1702 terminó el segundo ciclo de estudios escolares, y determinó llegado el momento de aspirar a un puesto estable. Tras algunos frustrados intentos de ganar una plaza como organista, fue finalmente admitido en marzo de 1703 como violinista del duque de Weimar. Su gran religiosidad o sus dotes de organista le hicieron aspirar a otro puesto: el de organista en Arnstadt, cuyo decreto de nombramiento fue firmado por el conde Anton Günther el 9 de agosto de 1703. Johann Sebastian contaba dieciocho años.
Pero para las autoridades no era fácil tratar con un hombre impetuoso y excitable que despreciaba las normas establecidas y frecuentemente se mostraba colérico y caprichoso. Ya a los dieciocho años, mientras trabajaba como organista en Arnstadt, se había permitido el lujo de prolongar sus vacaciones durante dos meses: se encontraba en Lübeck escuchando extasiado al gran maestro Buxtehude y no estaba en absoluto dispuesto a renunciar a tan extraordinario placer. El consistorio de la ciudad se vio obligado a amonestarlo y aprovechó la oportunidad para hacerle algunos reproches referentes a su también poco sumisa actitud en materia musical: "El señor Bach suele improvisar muchas variaciones extrañas, mezcla nuevas notas en piezas escritas y la parroquia se siente confundida con sus interpretaciones".
Bach ignoró estos comentarios; Arnstadt tenía ya poco que ofrecerle y sus intereses se dirigían hacia otros objetivos. En primer lugar, pretendía establecerse y formar una familia, lo que hizo al casarse el 17 de octubre de 1707 con su sobrina María Bárbara, una joven vital y encantadora. Siete hijos fueron el producto de su feliz matrimonio. Ese mismo año, el ya entonces reputado ejecutante solicitó la plaza de organista en la pequeña ciudad de Mühlhausen (libre por la muerte de su titular), que obtuvo el 24 de mayo, con el no desdeñable sueldo de 85 guldens.
En la iglesia de San Blas, además de restaurar el órgano, organizar el coro, formar alumnos (entre ellos, a su devoto discípulo J. M. Schubert) y cumplir con sus funciones dominicales, Bach inició la composición de cantatas religiosas, la más importante de las cuales fue la titulada Actus tragicus. Su período de formación inicial parecía concluido. Tal vez ello fuese la razón principal que le movió a presentar su dimisión como organista de Mühlhausen, aunque los biógrafos suelen señalar otras más concretas: sobre todo, el conflicto musical-teológico que había dividido a los feligreses en dos bandos: los seguidores del pastor Frohne, pietista radical y enemigo de innovaciones musicales, y los del archidiácono Eilmar, amigo y protector de Bach, y padrino de su primer hijo. Es posible que, cogido entre dos fuegos, Johann Sebastian prefiriera dar a su carrera un cambio de rumbo al margen de unas tensiones teológicas que tan directamente le afectaban como responsable musical de la comunidad. Sus relaciones con las autoridades de Mühlhausen continuaron cordiales tras su dimisión en junio de 1708, y compuso para ellas una cantata en febrero de 1709, desgraciadamente desaparecida.
En las corte de Weimar
Bach consiguió el puesto de segundo Konzertmeister en Weimar (donde residiría entre 1708 y 1717), lo que le proporcionó la estabilidad necesaria para abordar la creación musical. Dio a luz una obra ingente para órgano y clave, además de música coral religiosa e instrumental profana. Debe recordarse, por ejemplo, que una de las obligaciones contraídas con el duque de Weimar era la de «ejecutar cada mes una composición nueva», lo que significaba una cantata original al mes.
Desgraciadamente, estos años vitales que marcaron un cambio de estilo en sus composiciones no pueden ser rastreados en detalle, pues sólo ha sido posible datar un número insignificante de sus creaciones. Es evidente, sin embargo, la decisiva influencia de las formas operísticas italianas y del estilo concertístico de Antonio Vivaldi. La crítica señala una evidente huella italiana en el ritornello de las cantatas 182 y 199, de 1714; las 31 y 161, de 1715; o las 70 y 147, de 1716. Las nuevas técnicas de repetición, literal o levemente modificada, también rindieron sus espléndidos frutos en las arias, conciertos, fugas y corales de este período, entre los que cabe destacar, muy especialmente, sus preludios corales, los primeros tríos para órgano y la mayoría de preludios y fugas y de tocatas para órgano.
Representación de 1660 de la iglesia del Palacio de Weimar: bajo el techo, el órgano en que trabajaría Bach
En Weimar, Bach cumplía múltiples funciones: organista de la capilla, Kammermusicus, violín solista, director del coro y maestro suplente de capilla. Allí conoció y transcribió la obra de los compositores italianos (Corelli, Albinoni o Vivaldi), formó a alumnos, como su sobrino Johann Bernhard y Johann Tobias Krebs, y trabó una estrecha amistad con el maestro Johann Gottfried Walther, quien enriqueció su arte del contrapunto y de la coral. Allí, en suma, sacó adelante a su familia gracias a un sueldo que, entonces, podía calificarse de altísimo. En el momento de mudarse a Köthen tenía cuatro hijos (otros dos habían muerto poco después del parto): Catharina Dorothea Bach, Wilhelm Friedemann Bach, Carl Philipp Emmanuel Bach y Johann Gottfried Bernhard Bach.
La atmósfera de la corte, sin embargo, no estaba exenta de tensiones. El duque Wilhelm Ernst era un devoto pietista que intervenía personalmente en los aspectos más nimios del culto y para el que la composición y ejecución de la música sacra era una cuestión no sólo de fe, sino también de Estado. Y así, las intrigas teológico-palaciegas enfrentaron a Bach con el duque, quien llegó a encarcelar cuatro semanas al compositor cuando se enteró de que Bach había obtenido el nombramiento de maestro de capilla del príncipe Leopold de Köthen sin solicitar su autorización previa.
En Köthen
La estancia en Köthen (entre 1717 y 1723) fue más breve, probablemente porque el espíritu profundamente religioso de Bach aspiraba a una mayor dedicación a la música sacra. En cualquier caso, entre el príncipe Leopold de Köthen y el compositor nació una fructífera amistad y Bach pudo entregarse, en un clima acogedor y sosegado, a la creación de numerosas obras instrumentales y orquestales, entre las que destacan sus Conciertos de Brandemburgo, partitura cimera de la música barroca. Afortunadamente para la posteridad, disponía allí de un excelente conjunto instrumental completo, y a este período corresponden además las Sonatas y partitas, las cuatro Oberturas, las Invenciones para dos y tres voces y las Suites francesas. Acaso como compensación a sus obligaciones de compositor profano, compuso su primera pieza sacra de largo aliento: La pasión según San Juan.
El príncipe Leopold de Köthen
De todas estas composiciones magistrales cabría destacar la primera parte de El clave bien temperado (una colección de preludios y fugas en todas las claves) por su sistemática exploración de la nueva sintaxis musical, que la crítica histórica ha calificado de «tonalidad funcional», y que habría de prevalecer los siguientes doscientos años. Pero la colección de El clave bien temperado también es memorable en tanto que compendio de formas y estilos populares que, pese a su variedad, aparecen homologados por la lógica rigurosa de la técnica compositiva de la fuga.
Fueron en total seis años de paz absoluta y fecundidad creativa lamentablemente interrumpidos por la tragedia. En julio de 1720, al regresar de uno de los frecuentes viajes realizados a instancias del príncipe, encontró su casa vacía y silenciosa: María Bárbara había muerto, fulminada por una desconocida dolencia, y, por temor a la peste, había sido rápidamente enterrada. Bach se sumió en un profundo abatimiento. Las fuerzas parecían haberlo abandonado y las musas sólo lo visitaban para inspirarle melancólicas notas que no osaba transcribir. Sólo una mujer podía sacarlo de su estupor y esa mujer fue Anna Magdalena Wilcken, hija menor del trompetista de la corte, Caspar Wilcken.
Cabe observar que, para la mentalidad y necesidades de un viudo de aquel tiempo, con cuatro hijos menores a su cargo, nada había de extraño en un rápido segundo matrimonio, que efectivamente recibió la aprobación general. Además, Anna Magdalena era una intérprete aventajada, bien dotada para el canto, que profesó toda su vida una ejemplar devoción por Johann Sebastian, convirtiéndose con el tiempo en la cronista de la familia Bach; están en deuda con ella todos los biógrafos posteriores. Supo comprender y compartir el complejo mundo espiritual de su marido y lo ayudó como eficiente copista de sus partituras. La boda se celebró en 1721. Fue otro matrimonio feliz del que nacerían trece hijos; el benjamín fue Johann Christian Bach, el músico cuyas composiciones tanto influirían en el primer Mozart. Por segunda vez en su vida Bach tuvo la fortuna de encontrar una compañera ideal.
Kantor de Leipzig
Poco después, la unión del príncipe de Köthen con una mujer completamente desinteresada por la música provocó el distanciamiento entre el maestro y su protector. La muerte del Kantor de Leipzig en 1722 le brindó al compositor la esperada oportunidad para dedicarse a la composición sacra. La obtención de la plaza no le resultó fácil: fue primero concedida a Telemann, luego a Graupner y sólo en tercer lugar a Johann Sebastian. Para conseguirla, Bach tuvo que aceptar gravosas condiciones, no tanto económicas cuanto laborales, pues, además de sus funciones religioso-musicales en las iglesias de Santo Tomás y de San Nicolás, debía hacerse cargo de tareas pedagógicas en la escuela de Santo Tomás (entre ellas la enseñanza del latín), que le produjeron notables sinsabores. Sabemos que, entre sus compromisos, estaba el de que la música interpretada los domingos incitara «a los oyentes a la devoción» y no fuera «de carácter teatral».
El puesto de Kantor no significaba, pues, un efectivo progreso en su carrera. Estaba obligado a proporcionar la música necesaria para los oficios de varias iglesias de la ciudad valiéndose de un coro formado por alumnos de la escuela, lo cual significaba que cada domingo estaba obligado a presentar una nueva cantata compuesta por él: el resultado fueron un total de doscientas noventa y cinco piezas religiosas, de las que sólo han llegado hasta nosotros ciento noventa a causa de la negligencia de sus herederos. Además, debía dirigir el coro de los alumnos y dar lecciones a los jóvenes estudiantes como un profesor más.
Esta situación no podía satisfacer a un hombre como él. Resultaba ultrajante que las autoridades ignorasen sus facultades y lo despreciasen como innovador. Durante veinte años, Bach no cesó de luchar contra semejante injusticia. Colérico como era, se enfrentó sistemáticamente a sus aburguesados superiores, quienes pretendieron hacer de él un dócil asalariado e incluso se permitieron castigar su obstinación y su arrolladora originalidad recortando en más de una ocasión sus retribuciones. Los esfuerzos del compositor por cambiar este estado de cosas resultaron baldíos; decepcionado, se convirtió en un ser amargado y pendenciero, cada vez más alejado de sus semejantes y refugiado en sí mismo y en su música.
Sólo su vida familiar era una fuente sólida de mínimas alegrías y de la necesaria estabilidad. Siempre respaldado por su mujer y por una íntima certidumbre en la validez de su genio, pudo hacer frente a las adversidades sin perder ni un ápice de su poder creativo ni caer víctima de la apatía. Infatigable ante sus obligaciones como padre y como músico, Bach nunca desatendió a ninguno de sus hijos, ni interrumpió la ardua tarea de ampliar sus conocimientos copiando y profundizando en las partituras de sus antepasados.
A pesar de todo, el de Leipzig (de 1723 hasta su muerte) fue el más glorioso y fructífero período de la vida del compositor, con una producción de, al menos, tres ciclos de cantatas; en ellas, sin abandonar el contrapunto, se despojó de toda retórica, esforzándose en representar musicalmente la palabra. En 1724 y 1727 estrenó respectivamente La pasión según San Juan (escrita en Köthen) y La pasión según San Mateo. Fue también el esplendoroso período del Magnificat en re bemol mayor (1723), el Oratorio de Pascua (1725), el de Navidad (1734), y el de la Ascensión (1735). En 1733 inició la composición de la magistral Misa en si menor para acompañar la solicitud en la que aspiraba a obtener del elector Augusto III el título de compositor de la corte de Sajonia. Tres años después lograba su propósito, lo que le recompensó por los sinsabores anteriores y sirvió para mortificar a cuantos lo habían hecho objeto de sus desdenes. Comenzaba la última etapa de su vida, que sería también la más plácida.
Bach era miope desde su nacimiento. Con el transcurrir de los años, el estado de sus ojos se había ido deteriorando poco a poco a causa de miles de interminables noches de trabajo pasadas bajo la insuficiente luz de unos pobres candiles. Dos operaciones no consiguieron mejorar su visión: después de la segunda, realizada por un médico inglés en Leipzig, perdió la vista casi por completo. Las fuertes medicaciones a las que se habituó contribuyeron a quebrantar la resistencia y la salud de un cuerpo que había sido robusto y vigoroso. Pero continuó creando y alcanzó nuevas cimas en su arte, como las Variaciones Goldberg o la segunda parte de El clave bien temperado, terminada en 1744.
Bach en un retrato realizado probablemente
el mismo año de su fallecimiento
Un año antes de su muerte le iba a alcanzar el mismo destino que estaba reservado a otro genio como él, el famoso Haendel: la ceguera total. Pero una vez más, antes de que la noche eterna le encadene para siempre a su cama, Bach vivirá un momento estelar cuando al fin alguien reconozca su poderoso talento y su maestría: el joven rey de Prusia Federico II. En diversas ocasiones este soberano había expresado su deseo de encontrarse con el conocido compositor. La ocasión llegó en la primavera de 1747. Un lluvioso día de abril Bach emprendió titubeando el camino hacia Potsdam en compañía de uno de sus hijos y se hizo anunciar en el palacio de Federico en el momento en que se interpretaba un concierto de flautas compuesto por el propio soberano.
Su Majestad interrumpió inmediatamente la música y salió para recibir calurosamente al recién llegado. Tras enseñarle el palacio y platicar brevemente con Bach sobre temas musicales, el rey quiso maliciosamente someter a su invitado a una pequeña prueba: con una flauta, que era su instrumento preferido, atacó un tema de poco fuste y lo retó a que lo desarrollara según las reglas del contrapunto. En breves instantes, Bach compuso una fuga de seis voces perfecta y maravillosa, ejecutándola a continuación. El rey escuchó admirado aquellas armonías que se diría que estaban hechas para los oídos de los ángeles y, al término de la interpretación, únicamente pudo exclamar una y otra vez: "Sólo hay un Bach... Sólo hay un Bach."
Feliz por este encuentro regresó Bach a Leipzig, ciudad que ya no abandonaría hasta su muerte. Su energía y su espíritu creativo estaban aún intactos, pero su vista se extinguía y su salud le exigía cuidados. El genio luchó en vano contra su fin próximo. Empleó sus últimos días en cumplir sus obligaciones familiares y profesionales con la máxima diligencia posible, aunque no renunció por ello a su vocación musical y desde su lecho de muerte dictó El arte de la fuga.
Un ataque de apoplejía puso fin a su vida el día 28 de julio de 1750. Lo rodeaban sus familiares y su alma grandiosa abandonó sin dolor alguno el cuerpo del que había sido un simple mortal casi ignorado por sus semejantes. Dejaba a su muerte un valioso legado a la posteridad: una ingente obra religiosa y numerosas piezas profanas; un corpus que, en definitiva, se ha erigido en ley de toda la producción musical posterior. Años después, en una conversación con Mendelssohn, Goethe fue capaz de concentrar en una sola frase admirativa cuanto hay de mágico en la música de Johann Sebastian Bach: "Es como si la armonía universal estuviera dialogando consigo misma, como si lo hubiera hecho en el pecho de Dios desde la creación del mundo."
Cómo citar este artículo:
Tomás Fernández y Elena Tamaro. «» [Internet].
Barcelona, España: Editorial Biografías y Vidas, 2004. Disponible en
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