Jeanne Moreau
(París, 1928 - 2017) Actriz y directora de cine francesa. Jeanne Moreau nació en París el 23 de enero de 1928. Pasó la infancia y parte de la adolescencia en Vichy, donde su padre, procedente de Auvèrgne, regentaba un restaurante. De él heredó «una misteriosa fascinación por las palabras» que cimentó su cultura; de su madre, una británica que dejó el baile en espectáculos de revistas al contraer matrimonio, su segunda lengua y la atracción por los escenarios.
Jeanne Moreau en Eva (1962)
Los días felices de sus primeros años, junto a su abuela paterna, «su única confidente», y las visitas a su abuelo materno, un profesor de navegación que le enseñó «las mareas, los ciclos de la luna y las estrellas», quedaron sepultados a partir de 1939 con la irrupción de la Segunda Guerra Mundial, la ocupación alemana, la ruina familiar, la detención de su madre con la estrella amarilla que el nazismo imponía a los ciudadanos judíos, y luego «el dolor por los camaradas ausentes que ya nunca volvieron a clase, la impotencia, el miedo y la indignación».
En marzo de 1944, a los dieciséis años, la visión de la Antígona de Jean Anouilh en el Théâtre de l’Atelier le descubrió su vocación: «Ese día supe que quería estar ahí, bajo los proyectores, ser la rebelde que se enfrenta a los dioses y habla por aquellos que no se atreven». Unos meses después, la alegría de la liberación quedó eclipsada por la emocionada asistencia a un ensayo de Fedra, de Racine, que interpretaba Marie Bell en la Comédie Française.
Entonces comenzó a estudiar arte dramático a escondidas, y tres años más tarde, una escena de la Ifigenia del mismo autor le franqueó la admisión en el Conservatorio. En enero de 1948, el día en que cumplía veinte años, firmó su primer contrato de «pensionista» en la Comédie ante su profesor de interpretación y decano de la institución, Denis d’Inès, y durante los tres años siguientes integró el elenco estable del Théâtre National Populaire.
Era el principio de una carrera cuyos inmediatos triunfos en el escenario la proyectaron al cine. Durante casi una década abordó toda clase de personajes secundarios junto a los grandes actores del momento, como Fernand Joseph Contandin, Fernandel, o Jean Gabin, hasta que llegó el éxito con sus primeros trabajos como protagonista.
Jeanne Moreau en Los amantes (1958)
Ya transcurridos los años más duros de la posguerra, el cine europeo vivía una época de total experimentación. En Francia, un grupo de jóvenes realizadores, en su mayoría ex críticos de la revista Cahiers du Cinéma, comenzaba a dar forma, con sus primeros filmes, al movimiento conocido como nouvelle vague; en otra vertiente, el cine francés (que con el sueco era ya el más permisivo del mundo en cuestiones morales) se liberó aún más en esos aspectos con las obras de directores como Roger Vadim, mediante un tratamiento más explícito de la sensualidad, el sexo y el erotismo. Italia se alejaba del neorrealismo puro y duro e inauguraba el llamado «cine de la incomunicación» de la mano de Michelangelo Antonioni, y Gran Bretaña se rebelaba contra toda regla con el free cinema.
Moreau irrumpió en el momento justo, cuando el fulgor de las estrellas que hasta entonces habían reinado en la cinematografía francesa languidecía a pasos agigantados. Nombres como los de Martine Carol, Françoise Arnoul o Nicole Berger quedaron en poco tiempo en el olvido ante las nuevas divas. Y entre éstas, frente a un icono sexual como Brigitte Bardot o una belleza elegante como Catherine Deneuve, Moreau encarnaba, con su apariencia de mujer con experiencia, su voz grave y su indudable inteligencia, a la heroína auténticamente moderna, erótica y cerebral.
Y casi todos los creadores de esta renovación vieron en ella a la intérprete ideal de sus obras. Fue la esposa infiel de Los amantes (1958), cuyo entusiástico orgasmo escandalizó a la Iglesia y provocó la prohibición del filme en algunos países; la libertina creada por Pierre Choderlos de Laclos en la primera versión de Relaciones peligrosas (1959), de Roger Vadim; la contradictoria mujer de Marcello Mastroianni en La noche (1960), de Antonioni; la libérrima muchacha que ama a la vez a los dos protagonistas de Jules et Jim (1961), de François Truffaut. Y su largo recorrido no hacía más que comenzar.
Con Marcelo Mastroianni en La Noche (1960)
Durante los años que siguieron, amplió su registro al actuar indistintamente en francés y en inglés, y pasó de Jacques Demy a Tony Richardson y de Peter Brook a Bertrand Blier con la naturalidad y el savoir faire que conservaría a lo largo de su trayectoria. Este cosmopolitismo es otra de las características que distinguen su filmografía desde el principio de su carrera. De hecho, rodó la opera prima de Louis Malle que le daría fama, Ascensor para el cadalso (1957), tras coprotagonizar con Micheline Presle Las lobas (1957), del argentino Luis Saslavsky. Y luego pasó a trabajar en Italia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Brasil, Alemania, Canadá, Bélgica, Suiza y Grecia.
La madurez de una actriz
Cuando rondaba los cincuenta años, alternó los clásicos con los nuevos cineastas y participó en experiencias vanguardistas, como los filmes dirigidos por su amiga Marguerite Duras, Nathalie Granger (1973) e India song (1975) -con los años, tras la muerte de la escritora, puso voz a su personaje en Cet amour là (1997), de Josee Dayan-, y ella misma experimentó la realización con los largometrajes Lumière (1976), con guión propio, y La adolescente (1979), y un documental sobre la actriz Lillian Gish. Ya con signos quizá un tanto prematuros de madurez, accedió a interpretar un personaje comprometido en el filme que iba a cerrar la filmografía de Rainer Werner Fassbinder: Querelle (1982).
Después de este último trabajo abrió un largo paréntesis en su actividad, único período pasivo en su intensa trayectoria. Mucho tiempo después llegó a saberse que padecía un cáncer y que durante ese lapso había luchado contra el mal. Este hecho la llevó a dirigir en teatro la versión francesa de Ingenio, de la dramaturga estadounidense Margaret Edson, que estrenó en Lisboa en 1999 y que expone una experiencia parecida a la suya y la forma de enfrentarse a la enfermedad.
Lo cierto es que jamás trascendió nada de su vida personal. Jeanne Moreau se casó en dos ocasiones: en 1949 con el comediante, guionista y director Jean-Louis Richard, padre de su único hijo y del que se divorció a fines de la década siguiente, y en 1976 con el director estadounidense William Friedkin, del que también se separó dos años después. Tras su segundo divorcio vivió la mayor parte del tiempo sola («Un poco de soledad es tal vez el único precio que hay que pagar para mantener la independencia», afirmó) y siguió más activa que nunca, ya de vuelta de muchas batallas. Reconvenía a quien la llamara Madame Moreau («no estoy casada con mi padre») y detestaba que la considerasen una leyenda viviente: «Me siento sobre todo viviente, aún llena de curiosidad y nada interesada en mi fama póstuma».
Entre fines del siglo XX y los albores del nuevo milenio se sucedieron los honores y homenajes a Jeanne Moreau, una estrella cuyo brillo singular traspuso los límites de las pantallas para erigirse en personaje emblemático de una época, de unos directores y de una manera de hacer y entender el cine. Así lo entendieron la Mostra de Venecia en 1992, el Festival de Cine de San Sebastián en 1997 y el de Berlín en 2000 (que le otorgaron sendos premios al conjunto de su carrera y a su aportación al cine) y la Academia de Hollywood, que la distinguió con un Oscar honorífico en 1998. Éstos y otros festivales que concitan la atención mundial de los profesionales del oficio y del público cinéfilo ofrecieron retrospectivas de una de las filmografías más fecundas e interesantes que haya podido hilvanar una actriz: en su filmografía, en efecto, confluyen muchos de los realizadores que marcaron un punto de inflexión en la historia del cine, y casi todos los estilos y géneros que lo conforman hasta engrosar una lista de casi un centenar de títulos.
En enero de 2001, Jeanne Moureau se convirtió en la primera mujer en ser elegida miembro de pleno derecho de la Academia de Bellas Artes de Francia. La actriz francesa, que había encarnado durante décadas la feminidad intelectual y que poseía una trayectoria profesional de más de cincuenta años en el teatro y el cine, accedía así a una institución que, en sus doscientos años de historia, se había caracterizado por ser esencialmente masculina. En su ingreso en la Academia hizo suya una frase de Iván Turgueniev, cuya obra había interpretado en la Comédie: «Se siembra durante años..., años que se van como inviernos. Llegas a creer que no existe la primavera... y de pronto, de golpe, ¡ahí está el sol!».
En plena madurez, con la edad que tenía y aparentaba, continuaba en plena actividad. Daba recitales por los escenarios del mundo, rodaba películas para la televisión, escribía guiones, dirigía cine y teatro y presidía la fundación Equinoxe, dedicada a la formación de nuevos talentos europeos en el mundo del guión. «El tiempo es un profesor cruel, pero magnífico», aseveró la actriz en su discurso de investidura como miembro de pleno derecho de la Academia de Bellas Artes de Francia, «y sus lecciones a menudo queman, pero si se presta atención se puede aprender de ellas cosas enormemente enriquecedoras».
Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «».
En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en
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