San Pablo de Tarso
(Saulo de Tarso, también llamado San Pablo Apóstol; Tarso, Cilicia, h. 4/15 - Roma?, h. 64/68) Apóstol del cristianismo. Tras haber destacado como furibundo fustigador de la secta cristiana en su juventud, una milagrosa aparición de Jesús convirtió a San Pablo en el más ardiente propagandista del cristianismo, que extendió con sus predicaciones más allá del pueblo judío, entre los gentiles: viajó como misionero por Grecia, Asia Menor, Siria y Palestina y escribió misivas (las Epístolas) a diversos pueblos del entorno mediterráneo.
San Pablo (óleo de El Greco)
Los esfuerzos de San Pablo para llevar a buen fin su visión de una iglesia mundial fueron decisivos en la rápida difusión del cristianismo y en su posterior consolidación como una religión universal. Ninguno de los seguidores de Jesucristo contribuyó tanto como él a establecer los fundamentos de la doctrina y la práctica cristianas.
Biografía
Las fuentes fundamentales acerca de la vida de San Pablo pertenecen todas al Nuevo Testamento: los Hechos de los Apóstoles y las catorce Epístolas que se le atribuyen, dirigidas a diversas comunidades cristianas. De ellas, diversos sectores de la crítica bíblica han puesto en duda la autoría paulina de las llamadas cartas pastorales (la primera y segunda Epístola a Timoteo y la Epístola a Tito), en tanto que existe una práctica unanimidad en considerar la Epístola a los hebreos como escrita por un autor diferente. Pese a la disponibilidad de tales fuentes, los datos cronológicos de las mismas resultan vagos, y cuando existen divergencias entre los Hechos y las Epístolas se suele dar preferencia a estas últimas.
Saulo (tal era su nombre hebreo) nació en el seno de una familia acomodada de artesanos, judíos fariseos de cultura helenística que poseían el estatuto jurídico de ciudadanos romanos. Después de los estudios habituales en la comunidad hebraica del lugar, Saulo fue enviado a Jerusalén para continuarlos en la escuela de los mejores doctores de la Ley, en especial en la del famoso rabino Gamaliel. Adquirió así una sólida formación teológica, filosófica, jurídica, mercantil y lingüística (hablaba griego, latín, hebreo y arameo).
No debía, sin embargo, residir en Jerusalén el año 30, en el momento de la crucifixión de Jesús de Nazaret; pero habitaba en la ciudad santa seguramente cuando, en el año 36, fue lapidado el diácono Esteban, mártir de su fe. En concordancia con la educación que había recibido, presidida por la más rígida observancia de las tradiciones farisaicas, Saulo se significó por aquellos años como acérrimo perseguidor del cristianismo, considerado entonces una secta herética del judaísmo. Inflexiblemente ortodoxo, el joven Saulo de Tarso estuvo presente no sólo en la lapidación de Esteban, sino que se ofreció además a vigilar los vestidos de los asesinos.
La conversión
Los jefes de los sacerdotes de Israel le confiaron la misión de buscar y hacer detener a los partidarios de Jesús en Damasco. Pero de camino a esta ciudad, Saulo fue objeto de un modo inesperado de una manifestación prodigiosa del poder divino: deslumbrado por una misteriosa luz, arrojado a tierra y cegado, se volvió a levantar convertido ya a la fe de Jesucristo (36 d. C.). Según el relato de los Hechos de los Apóstoles y de varias de las epístolas del propio Pablo, el mismo Jesús se le apareció, le reprochó su conducta y lo llamó a convertirse en el apóstol de los gentiles (es decir, de los no judíos) y a predicar entre ellos su palabra.
La conversión de San Pablo (óleo de Caravaggio, c. 1600)
Tras una estancia en Damasco (donde, después de haber recuperado la vista, se puso en contacto con el pequeño núcleo de seguidores de la nueva religión), se retiró algunos meses al desierto (no se sabe exactamente adónde), haciendo así más firmes y profundos, en el silencio y la soledad, los cimientos de su creencia. Vuelto a Damasco, y violentamente atacado por los judíos fanáticos, en el año 39 hubo de abandonar clandestinamente la ciudad descolgándose en un gran cesto desde lo alto de sus murallas.
Aprovechó la ocasión para marchar a Jerusalén y ponerse en contacto con los jefes de la Iglesia, San Pedro y los demás apóstoles, no sin dificultades, porque estaba todavía muy vivo en la Ciudad Santa el recuerdo de sus actividades como perseguidor. Le avaló en el seno de la comunidad cristiana San Bernabé, que lo conocía bien y quizá era pariente suyo. Regresó después a su ciudad natal de Tarso, en cuya región residió y predicó hasta que hacia el año 43 vino a buscarlo Bernabé. A consecuencia de una carestía que atacó duramente a Palestina, Pablo y Bernabé fueron enviados a Antioquía (Siria), ciudad cosmopolita donde eran numerosos los seguidores de Jesús (allí se les había dado por primera vez el sobrenombre de "cristianos"), para llevar la ayuda fraternal de la comunidad de Antioquía a la de Jerusalén.
El apóstol de los gentiles
En compañía de San Bernabé, San Pablo inició desde Antioquía el primero de sus viajes misioneros, que lo llevó en el año 46 a Chipre y luego a diversas localidades del Asia Menor. En Chipre, donde obtuvieron los primeros frutos de su trabajo, abandonó Saulo definitivamente su nombre hebreo para adoptar el cognomen latino de Paulus, que llevaba probablemente desde niño como segundo apellido. Su romanidad podía parecer oportuna para el desarrollo de la misión que el apóstol se proponía llevar a cabo en los ambientes gentiles. En adelante, sería él quien llevaría la palabra del Evangelio al mundo pagano; con Pablo, el mensaje de Jesús saldría del marco judaico, palestiniano, para convertirse en universal.
A lo largo de su predicación, San Pablo iba presentándose sucesivamente en las sinagogas de las diversas comunidades judaicas; pero esta presentación terminaba casi siempre en un fracaso. Bien pocos fueron los hebreos que abrazaron el cristianismo por obra suya. Mucho más eficaz caía su palabra entre los gentiles y entre los indiferentes que nada sabían de la religión monoteísta hebraica. En este primer viaje recorrió, además de Chipre, algunas regiones apartadas del Asia Menor. Creó centros cristianos en Perge (Panfília), en Antioquía de Pysidia, en Listra, Iconio y Derbe de Licaonia. El éxito fue notable; pero también fueron numerosas las dificultades. En Listra escapó de la muerte sólo porque sus lapidadores creyeron erróneamente que ya había muerto.
Entre el primer y el segundo viaje, San Pablo residió algún tiempo en Antioquía (49-50 d. C.), desde donde marchó a Jerusalén para asistir al llamado "Concilio de los Apóstoles". Las cuestiones que iban a tratarse en el concilio eran de una gravedad difícilmente concebible en nuestros días. Había que dilucidar la licitud de bautizar a los paganos (algunos judeo-cristianos se oponían aún a tal iniciativa), y, sobre todo, establecer o rechazar la obligatoriedad de los preceptos judíos para los conversos que procedían del paganismo. El éxito de su labor evangelizadora permitió a San Pablo imponer la tesis de que los cristianos gentiles debían tener la misma consideración que los judíos; profundo expositor del valor de la Ley mosaica y de su importancia histórica, San Pablo defendió que la redención operada por Cristo marcaba el definitivo ocaso de dicha ley y rechazó la obligatoriedad de numerosas prácticas judaicas.
San Pablo curando a un lisiado en Listra (óleo de Karel Dujardin, 1663)
El segundo viaje evangélico (50-53) comprendió la visita a las comunidades cristianas de Anatolia, fundadas unos años antes; luego fue recorriendo parte de la Galatia propiamente dicha, visitó algunas ciudades del Asia proconsular y marchó después a Macedonia y Acaya. La evangelización se hizo particularmente patente en Filippos, Tesalónica, Berea y Corinto. También Atenas fue visitada por San Pablo, quien pronunció allí el famoso discurso del Areópago, en el que combatió la filosofía estoica. El resultado, desde el punto de vista evangelizador, fue más bien exiguo. Durante su estancia en Corinto, donde estuvo en contacto con el gobernador de la provincia, Gallón (hermano de Séneca), inició al parecer San Pablo su actividad como escritor, enviando la primera y segunda Epístola a los tesalonicenses, en las que ilustra a los fieles acerca de la parusía o segunda venida de Cristo y de la resurrección de la carne.
El tercer viaje (53-54-58) se inició con la visita a las comunidades del Asia Menor y continuó también por Macedonia y Acaya, donde San Pablo Apóstol estuvo tres meses. Pero como centro principal fue escogida la gran ciudad de Éfeso. Allí permaneció durante casi tres años, trabajando con un grupo de colaboradores en la ciudad y su región, especialmente en las localidades del valle del Lico. Fue un apostolado muy provechoso, pero también lleno de fatigas para San Pablo: culminaron éstas con el tumulto de Éfeso, provocado por Demetrio, representante de los numerosos comerciantes que explotaban la venta de las estatuillas-recuerdo de Artemisa. San Pablo, refiriéndose a un episodio anterior, habla de una lucha con las fieras; es casi seguro que la expresión es metafórica, pero convergen muchos indicios en favor de la hipótesis de una auténtica prisión.
San Pablo Apóstol (detalle de un retrato de Rubens, c. 1611)
Desde Éfeso escribió la primera Epístola a los corintios, en la que se transparentan muy bien las dificultades encontradas por el cristianismo en un ambiente licencioso y frívolo como era el de la ciudad del Istmo. Probablemente se sitúa en la misma ciudad la redacción de la Epístola a los gálatas y la Epístola a los filipenses, en tanto que la segunda Epístola a los corintios fue escrita poco después en Macedonia. Desde Corinto envió el apóstol la importante Epístola a los romanos, en la que trata a fondo la relación entre la fe y las obras respecto a la salvación. Con ello pretendía preparar su próxima visita a la capital del imperio.
Últimos años
Sin embargo, los hechos se desarrollaron de un modo distinto. Habiéndose dirigido Pablo a Jerusalén para entregar una cuantiosa colecta a aquella pobre iglesia, fue encarcelado por el quiliarca Lisia, quien lo envió al procónsul romano Félix de Cesarea. Allí pasó el apóstol dos años bajo custodia militar. Decidieron embarcarlo, fuertemente custodiado, con destino a Roma, donde los tribunales de Nerón decidirían sobre él. El viaje marítimo fue, por otra parte, fecundo en episodios pintorescos (como el del naufragio y la salvación milagrosa), y durante el mismo el prestigio del apóstol se impuso al fin a sus guardianes (invierno de 60-61).
De los años 61 a 63 vivió San Pablo en Roma, parte en prisión y parte en una especie de libertad condicional y vigilada, en una casa particular. En el transcurso de este primer cautiverio romano escribió por lo menos tres de sus cartas: la Epístola a los efesios, la Epístola a los colosenses y la Epístola a Filemón.
San Pablo escribiendo sus epístolas (óleo atribuido a Valentin de Boulogne, c. 1619)
Puesto en libertad, ya que los tribunales imperiales no habían considerado consistente ninguna de las acusaciones hechas contra él, reanudó su ministerio; pero a partir de este momento la historia no es tan precisa. Falta para este período la ayuda preciosa de los Hechos de los Apóstoles, que se interrumpen con su llegada a Roma. San Pablo anduvo por Creta, Iliria y Acaya; con mucha probabilidad estuvo también en España. De este período datarían dos cartas de discutida atribución, la primera Epístola a Timoteo y la Epístola a Tito; también por entonces habría compuesto la Epístola a los hebreos. Se percibe en ellas una intensa actividad organizadora de la Iglesia.
En el año 66, cuando se encontraba probablemente en la Tréade, San Pablo fue nuevamente detenido por denuncia de un falso hermano. Desde Roma escribió la más conmovedora de sus cartas, la segunda Epístola a Timoteo, en la que expresa su único deseo: sufrir por Cristo y dar junto a Él su vida por la Iglesia. Encerrado en horrenda cárcel, vivió los últimos meses de su existencia iluminado solamente por esta esperanza sobrenatural. Se sintió humanamente abandonado por todos. En circunstancias que han quedado bastante oscuras, fue condenado a muerte; según la tradición, como era ciudadano romano, fue decapitado con la espada. Ello ocurrió probablemente en el año 67 d. C., no lejos de la carretera que conduce de Roma a Ostia. Según una tradición atendible, la abadía de las Tres Fontanas ocupa exactamente el lugar de la decapitación.
El pensamiento paulino
De forma imprudente se ha exagerado en ocasiones la significación de la obra de San Pablo: algunos lo consideraron como el auténtico fundador del cristianismo; otros lo acusaron de ser el primer mixtificador de las enseñanzas de Jesucristo. Es cierto que trabajó más que los demás apóstoles y que, en sus cartas, sentó las bases del desarrollo doctrinal y teológico del cristianismo. Pero su realmente meritoria labor, de la que él mismo se sentía con razón orgulloso, reside en el hecho de haber sido intérprete e incansable propagandista del mensaje de Jesús.
A San Pablo se debe, más que a los otros apóstoles, la oportuna y neta separación entre el cristianismo y el judaísmo; y es falso que tal separación se alcanzara mediante la creación de un sistema religioso especial, que habría sido elaborado bajo la influencia de la filosofía griega, del sincretismo cultural o de las numerosas religiones de misterios. En el curso de sus viajes evangelizadores, San Pablo propagó su concepción teológica del cristianismo, cuyo punto central era la universalidad de la redención y la nueva alianza establecida por Cristo, que superaba y abolía la vieja legislación mosaica. La Iglesia, formada por todos los cristianos, constituye la imagen del cuerpo de Cristo y debe permanecer unida y extender la palabra de Dios por todo el mundo.
El vigor y la riqueza de su palabra están atestiguados por las catorce epístolas que de él se conservan. Dirigidas a comunidades o a particulares, tienen todos los caracteres de los escritos ocasionales. En ningún caso pretenden ser textos exhaustivos, pero siempre son una poderosa síntesis de la enseñanza evangélica expresada en sus más claras verdades y hasta sus últimas consecuencias. Desde el punto de vista literario, debe reconocérsele el mérito de haber sometido por primera vez la lengua griega al peso de las nuevas ideas. Su educación dialéctica asoma en algunas de sus argumentaciones, y su temperamento místico se eleva hasta la contemplación y alcanza las cumbres de la lírica en el famoso himno a la caridad de la primera Epístola a los corintios.
Los escritos de San Pablo adaptaron el mensaje de Jesús a la cultura helenística imperante en el mundo mediterráneo, facilitando su extensión fuera del ámbito cultural hebreo en donde había nacido. Al mismo tiempo, esos escritos constituyen una de las primeras interpretaciones del mensaje de Jesús, razón por la que contribuyeron de manera decisiva al desarrollo teológico del cristianismo (debido a la inclusión de sus Epístolas, se atribuyen a San Pablo más de la mitad de los libros que, junto con los Evangelios, componen el Nuevo Testamento).
Proceden de la interpretación de San Pablo ideas tan relevantes para la posteridad como la del pecado original; la de que Cristo murió en la cruz por los pecados de los hombres y que su sufrimiento puede redimir a la humanidad; o la de que Jesucristo era el mismo Dios y no solamente un profeta. Según San Pablo, Dios concibió desde la eternidad el designio de salvar a todos los hombres sin distinción de raza. Los hombres descienden de Adán, de quien heredaron un cuerpo corruptible, el pecado y la muerte; pero todos los hombres, en el nuevo Adán que es Cristo, son regenerados y recibirán, en la resurrección, un cuerpo incorruptible y glorioso, y, en esta vida, la liberación del pecado, la victoria sobre la muerte amarga y la certeza de una futura vida feliz y eterna. También introdujo en la doctrina cristiana el rechazo de la sexualidad y la subordinación de la mujer, ideas que no habían aparecido en las predicaciones de Jesucristo.
En llamativo contraste con su juventud de fariseo intransigente, cerrado a toda amplia visión religiosa y celoso de las prerrogativas espirituales de su pueblo, San Pablo dedicaría toda su vida a "derribar el muro" que separaba a los gentiles de los judíos. En su esfuerzo por hacer universal el mensaje de Jesús, San Pablo lo desligó de la tradición judía, insistiendo en que el cumplimiento de la ley de Moisés (los mandatos bíblicos) no es lo que salva al hombre de sus pecados, sino la fe en Cristo; en consecuencia, polemizó con otros apóstoles hasta liberar a los gentiles de las obligaciones rituales y alimenticias del judaísmo (incluida la circuncisión).
Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «».
En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en
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